Por Juan M. Blanco
Quizá en alguna conversación con amigos o conocidos, tras exponer algún argumento, hayas escuchado la respuesta fatídica y casi como un susurro: “Eso es verdad, pero no se puede decir”.
¿Puede existir algo más absurdo y aberrante que no poder decir la verdad? Vivimos en una sociedad donde solo, la consigna, lo políticamente correcto, puede pregonarse públicamente, aunque sea mentira. Pocas veces la cruda verdad. ¿Por qué se difunden con tanta facilidad las ideas más absurdas? ¿Por qué casi todo el mundo acaba pensando de la misma manera, como si de clones se tratase? ¿Que impulsa a intelectuales e informadores, esos que tienen la obligación moral de actuar como conciencia crítica de la sociedad, a autocensurarse de forma tan vergonzante? ¿Qué mecanismo mantiene atadas y amordazadas a muchas mentes pensantes? La clave se encuentra en dos términos fundamentales: manipulación y miedo.
El ciudadano común no establece sus criterios sobre cualquier tema buscando toda la información disponible y procesándola exhaustivamente. Casi todo el mundo descarta este método por el elevado coste, esfuerzo y preparación que requiere. Por ello, a la hora de posicionarse ante cualquier asunto la gente suele recurrir a reglas heurísticas, procedimientos prácticos de carácter intuitivo, puros atajos capaces de alcanzar una conclusión con muy poca información. Una de las reglas heurísticas más interesantes es la que los latinos denominaron el Argumentum ad Populum, que los anglosajones se dieron el gusto de llamar Bandwagon Effect. Se trata de ese mecanismo que impulsa a muchas personas, gregarias por naturaleza, necesitadas de la aceptación del resto o, simplemente, perezosas para elaborar su propio criterio, a adherirse a lo que piensa la mayoría, a apuntarse al caballo ganador. Si los demás creen algo… alguna razón tendrán.
Las encuestas de opinión poseen una enorme capacidad manipuladora: pueden persuadir a mucha gente de la mayor atrocidad simplemente haciéndole creer que eso es lo que piensa la mayoría.
Así, cualquier idea, por falsa y perniciosa que sea, la mayor insensatez, la más colosal majadería, se convierten en dogma de general aceptación tras ser repetida y repetida por los medios. Por ello, no siempre las encuestas de opinión tienen un propósito inocuo, mucho menos bondadoso. A veces, su objetivo no es ilustrar sobre la sensibilidad social sino modificar los criterios del público, modelar la forma de pensar de la gente.
Los medios, especialmente la televisión, ejercen una influencia superlativa, con múltiples e insondables vías para la manipulación. Muy eficaces cuando se aplican a una población carente de principios y criterios asentados.
Pero para lograr una autocensura generalizada, para generar dogmas y tabúes, no basta con fomentar una determinada manera de pensar: es necesario infundir temor. En La Espiral del silencio (1977) Elisabeth Noelle-Neumann explicó los mecanismos psicológicos y sociales que fomentan la adhesión a los dogmas. Los sujetos son mayoritariamente cobardes e inseguros, necesitan la aceptación del grupo, un sentido de pertenencia. Muchos renuncian a su propio juicio o evitan exponerlo en público si no coincide con el que perciben mayoritario. Callarán o abrazarán los planteamientos opuestos para no sentirse aislados, rechazados por el resto, contemplados como herejes. Algunos, incluso, mantendrán dos criterios contradictorios, una suerte de esquizofrenia: el suyo privado, vergonzante, reservado para su interior, y el mayoritario, ese que garantiza la aceptación de otros. Muchas personas todavía poseen una cierta conciencia de la verdad, pero mucha cobardía para reconocerla públicamente.
Así, la espiral conduce a que las creencias percibidas como mayoritarias acaben siéndolo realmente. Por este motivo, los medios de masas, especialmente la televisión, difunden con tanta facilidad argumentos sectarios, absurdos, tergiversados, propagadores del miedo.
Romper la espiral de silencio
Todavía peor, en sistemas cerrados de acceso restringido, en los que no se asciende en la escala social o se encuentra un buen trabajo por el mérito o el esfuerzo sino por los favores o las relaciones personales, el miedo se multiplica. Decir la verdad, hablar abiertamente con honestidad, denunciar las injusticias, puede implicar perder favores, contactos, envidiables puestos o, en el caso de los intelectuales, golosas subvenciones. Allí donde impera la injusticia es peligroso tener razón. También desaparece el incentivo para la excelencia intelectual, para formar y estructurar adecuadamente el cerebro, esa costosa y esforzada labor que lo prepara para ejercer el pensamiento crítico, lógico y racional. Por eso existen demasiados sujetos que creen saberlo todo por repetir las consignas políticamente correctas escuchadas en televisión.
Ahora bien, cuando un puñado de personas supera el miedo, se lanza a decir o a escribir abiertamente lo que piensa, cuando osa romper los tabúes, poner en tela de juicio los mitos… todo comienza a cambiar. Si el desafío a la ortodoxia se realiza con convicción, sin temor, medias tintas, complejos, ni disculpas, si se aportan argumentos profundos, coherentes y racionales, las nuevas ideas despiertan a quienes albergaban la verdad latente. Comienza a disiparse el miedo y la nueva corriente va ganando adeptos a medida que muchos se convencen de que será mayoritaria en el futuro. El círculo virtuoso quiebra la espiral de silencio: cada vez más individuos pierden el complejo pues se sienten acompañados. Y un creciente número comienza a mofarse de la absurda corrección política, del oscurantismo imperante, hasta que estos acaban sucumbiendo. El proceso puede ser lento, pero no hay muros suficientes para encarcelar permanentemente a la razón.
Para evitar la degradación social y prevenir lo que Hannah Arendt llamó «la banalización del mal», no permanezcas nunca callado por miedo al qué dirán. Muéstrate siempre crítico, desconfía de las argumentaciones falaces, especialmente si son repetidas incesantemente en los medios (de lo que vea en la pequeña pantalla y en Internet, créase la décima parte). Mantente firme, actúa de forma razonada y pierde el temor a lo que puedan pensar los demás. Sobre todo, no desaproveches la oportunidad de exponer tus argumentos con contundencia, de manera estentórea, cuando oigas aquello de: “Cierto, pero no se puede decir”.