Todo empezó el 2 de enero, en el momento de arribar a casa luego de las vacaciones de fin de año. Como suele suceder en estos casos, nada más cruzar la puerta, cada miembro de la familia corrió para llegar a un baño. El más cercano era el de visitas y hacia ahí me dirigí yo.
A pesar de la urgencia, me detuve en seco frente a la taza del WC. Mi mente entrenada por la dosis semanal de CSI y Criminal Minds intuyó de inmediato que algo estaba mal.
OK, no hacía falta ser detective, las pistas eran evidentes: el asiento estaba desprendido de un lado; el agua de la taza lucía turbia y amarillenta; alrededor de la base del inodoro podía apreciarse la marca dejada por un líquido sospechoso al secar.
Mis ojos recorrieron el resto del baño en busca de respuestas. En mi cerebro aparecían de forma intermitente las letras WTF…
Entonces descubrí otra pista abandonada en el suelo junto a las puertas del lavabo: un bolso cuadrado de piel negra, demasiado masculino (y pequeño) para ser de una mujer.
En fracciones de segundo imaginé una historia verosímil: seguramente ocurrió una fuga en la tubería mientras estuvimos de viaje, ésta afectó al piso de abajo, el vecino avisó al administrador, quien les pidió a mis suegros la llave de mi casa para que entrara el plomero, y aquel, un cerdo distraído, dejó todo hecho un asco y olvidó su bolso de herramientas (que para caber ahí debieron ser de última generación…).
Tomé el bolso. Era de Armani. Plomero descartado. Mi curiosidad fue más fuerte que el motivo que me llevó al baño (antes muerta que alterar la escena del crimen).
Me tranquilizó la certeza de que el intruso no fuera un ladrón, porque los ladrones no dejan cosas, se las llevan,… a menos que siguiera dentro de la casa, lo cual era improbable: ¿qué ladrón puede ser tan torpe como para que, aparte de no atinarle a la taza, tarde tanto en robar que el charco se alcance a secar antes de huir?
Salí del baño con el bolso y fue entonces que reparé en la sala: cojines regados por el piso, una corbata de seda sobre la mesa de centro, una chaqueta de buen casimir sobre el brazo del sofá blanco, cuyos cuatro asientos, que suelen estar en perfecto estado, estaban en estado imperfecto…
Y yo, como la mamá osa de «Ricitos de oro», grité: «¡Alguien ha dormido en mi sala!… ¡y orinado en mi baño!»
Al menos el intruso dejó una buena propina, no como Ricitos de oro, que sólo se tragó la sopa. Abrí el bolso y comencé a extraer uno a uno los objetos del interior: una Palm, un iPhone, una pluma Mont Blanc, unas gafas oscuras de firma, unos anteojos -mejor dicho, un par de fondos de botella de cristal verdoso de 1 cm de espesor, con los que se les podían ver los dientes a las hormigas-, un fajo de billetes sujetos por un clip de oro, una cartera con tarjetas de crédito y poco más de cien dólares…
Para entonces, mi marido, mis hijas y el perro estaban tan intrigados como yo. Metí de nuevo la mano a la bolsa y, como chistera de mago, apareció una credencial de elector con fotografía… «¡El albino!»
La credencial pasó revista. Al observarla de cerca, cada uno repetía cual mantra: «El albinooo…».
El albino vive en el piso de abajo. No es que gane el premio al vecino más excéntrico, pero está en la terna de nominados. Sus señas más evidentes son la ausencia congénita de pigmentación, sus modales victorianos y el gusto por el whisky. Para más datos, es bajito y rechoncho, con más de seis décadas a cuestas y una posición muy sólida (aunque cuando bebe cambia su estado de sólido a gas).
Podría decirse que el personaje es la versión mexiquense de Dr. Jekyll & Mr. Hyde. ¿Recuerdan el thriller?: «Londres, invierno de 1884. El núcleo de la obra radica en la dualidad del espíritu humano, balanceándose entre los principios del bien y del mal, y conduciendo al protagonista a una doble personalidad mediante los efectos de una pócima científica.”
La versión del albino tiene algunas variantes: “Huixquilucan, invierno de 2010. El núcleo de la anécdota radica en el desdoblamiento que sufrió el vecino gracias a las bebidas espirituosas, quien balanceándose desde el principio hasta el final del corredor, protagonizó un cuadro de doble personalidad bajo los efectos de alguna pócima etílica.”
Creo que fue mi marido el que descubrió que la puerta principal estaba abierta, tan solo emparejada. ¡Ni siquiera la cerró al salir! Lo más raro es que estábamos seguros de haberle echado llave y, sin embargo, la chapa no estaba forzada.
Mientras intentaba comunicarme con el administrador del edificio, mis hijas se repartían el botín:
-Yo el iPhone y tú la Palm… entonces yo los dólares y tú los pesos… la bolsa está padre, ¿la rifamos?
Decidí que era una ocasión perfecta para ponerme en modo “madre” y darles una lección magistral de valores humanos universales:
-Hijas mías, esos objetos materiales no las van a hacer ni más ricas ni más pobres, las van a hacer unas ladronas.
-Pues un poco menos pobres que hace quince minutos sí, la verdad – argumentó Paola. Y le concedí un punto, máxime llegando tan gastadas del shopping.
Aceptaron regresar todo a la ‘chistera’ después de advertirles que la rapiña en zona de desastre se castiga con siete años de prisión, y nuestro baño de visitas y la sala eran zonas de desastre.
El administrador se mostró sorprendido en el teléfono:
-¡Al fin se resolvió el misterio! Ya no aguantaba a la Sra. Socorro de Albino.
(La llamaré así para no balconear a la pobre mujer, que ya bastantes vergüenzas pasa al intentar ‘desfacer entuertos’ del marido). La señora tenía al inocente administrador bajo metralla:
-No ha dejado de presionarme para que averigüe dónde están las cosas de su esposo, en especial sus lentes verdes, sin los cuales no puede ver nada.
Me imaginé al albino como Mr. Magoo, estrellándose en las paredes y los postes, algo así como un Pacman color ‘palo de rosa’.
El administrador se encargó de ponerme al tanto del misterioso caso que lo había tenido en ascuas más de una semana. Fue así como me enteré de que, de acuerdo con los testigos, el albino llegó dando traspiés de un brindis navideño el 23 de diciembre y fue depositado por su chófer en la puerta del elevador, bien servido, pero bien vestido, y con todas sus pertenencias a cuestas. Necio él, no quiso que lo acompañara hasta su casa. La mujer no comprendía por qué tardaba tanto en subir. Cuando traspasó el umbral de su casa varias horas después, venía incompleto y no sabía ni cómo se llamaba el hombre.
Desconcertado, el administrador se reunió con los elementos de Vigilancia al día siguiente, quienes en una improvisada tormenta de ideas propusieron algunas hipótesis:
1) El albino fue abducido por extraterrestres, quienes lo regresaron al ver que su tipo de sangre AA era demasiado raro. Y como todos los abducidos, no recuerda nada de lo sucedido dentro de la nave.
2) Debido a las condiciones atmosféricas se formó un pequeño Triángulo de las Bermudas en el vestíbulo, del que logró escapar semiconsciente y casi en bermudas.
3) Algún vecino con dificultades financieras aprovechó que el albino beodo no traía puestos sus anteojos verdes y lo asaltó en el pasillo.
4) El ascensor era en realidad una máquina del tiempo experimental: el albino entró a las 10:00 PM y salió a las 2:00 AM… en fechas distintas.
Nadie imaginó la verdadera explicación, más inaudita que las anteriores:
El albino beodo entró al elevador y, en vez de picar el 11, picó el 12. Salió del elevador, sacó su llave y ¡bingo!, abrió mi puerta con ella. ¿Cuántas probabilidades hay de que una misma llave abra dos cerraduras distintas, que las dos estén en el mismo edificio, y que justamente haya intentado abrir el departamento donde está la gemela? Otra cosa increíble: logró atinar a la cerradura, pero no al escusado.
A pesar de las grandes diferencias en la distribución y decoración de su casa y la nuestra, ¡ni cuenta se dio de que no estaba en su hábitat!. Dio con el baño, acabó con el WC, regó sus alrededores, olvidó su bolso en el suelo y se dirigió a la sala para echarse una siesta… luego de ponerse cómodo, claro.
Despertó dos horas más tarde, seguramente entró en pánico al no reconocer el paisaje y puso pies en polvorosa, dejando atrás todas sus pertenencias. Cuando despertó a la cruda realidad, su memoria estaba en blanco.
Tras el incidente, diez días permaneció abierta mi casa, y no sólo no faltó nada, sino que hasta había más cosas de las que dejamos… ¡Para Ripley! No cabe duda de que mis vecinos son raros, pero honrados, si señor.
Seguramente se preguntarán qué pasó cuando le regresé todo: ¿Manifesto vergüenza? ¿Mandó flores o al menos a alguien que limpiara el baño?…
A modo de epílogo, les cuento: del baño ya ni dije nada a la apenada esposa para no hacerla sentir peor, pues fue ella la que vino a recoger las cosas, no él. Nada más se tapaba la cara apenada mientras repetía «lo siento, qué pena…».
Nunca entendí por qué era ella la avergonzada, ella la que pedía disculpas y ella la que venía por las cosas, en vez del indiciado. ¿Será una especie de codependencia?
Obviamente, al día siguiente cambiamos las cerraduras: en casa cerrada no entran moscas.
FIN.