No son Churchill, ni Adenauer, ni Juana de Arco… pero para lo que se avecina en las próximas décadas hacen falta líderes con el coraje y las convicciones de aquellos.
Francois Fillon y Angela Merkel, que pueden llegar al poder y revalidarlo respectivamente en Francia y Alemania, deberían hacerse la pregunta que los césares romanos rehuyeron cuando las invasiones bárbaras oradaban como gota malaya el Imperio.
¿Qué hacemos, con la invasión islamista? ¿Cómo preservar la democracia ante quienes no solo no la aceptan sino que la desprecian y están dispuestos a aprovecharse de ella para destruirla?
La caída de Roma (Bruselas, Berlín, París etc.) no está prevista para el 2017, pero si no se tiene ya mismo un proyecto claro para preservar Europa y los valores europeos, en tres o cuatro décadas… ya saben.
Y no sé si ustedes se fían de líderes tan indolentes y cortoplacistas como los que tenemos –incluidos Fillon y Merkel, que tampoco es que sean Churchill y Adenauer precisamente-. Nada indica que estos señores se hayan hecho esa pregunta al encarar las importantes citas electorales del año que viene.
¿Doblarán mañana las campanas de la Iglesia?
No han dicho, por ejemplo, si vamos a seguir viendo escenas como las de las ataques sexuales de Colonia, si van a crecer las llamadas “no-go zones”, en Bruselas, París o Londres, territorios donde la Policía no se atreve a entrar, o si van a proliferar las órdenes de huir que los mandos policiales están dando en Francia a los agentes que son atacados por radicales musulmanes.
Un reciente artículo de Guy Millière, Francia al borde del colapso, alerta de esa deriva hacia la catástrofe si alguien no para la letal mezcla de relativismo y buenismo de las autoridades francesas –lo cual es extensible a las de Bélgica, Alemania o Reino Unido-.
No es el único que advierte del peligro mientras los gobernantes sestean. Ya lo hizo el filósofo Alain Finkielkraut en La identidad desdichada, sobre la islamización de Francia o el ex diputado Phillippe de Villiers con otro libro de título elocuente Les cloches sonneront-elles encore demain? (“¿Doblarán mañana las campanas de la iglesia?”).
Villiers habla de la paulatina sustitución de viejas iglesias por mezquitas y de la proliferación de fusiles de asalto AK-47 en las no-go zones.
También lo advierte por activa y por pasiva Marine Le Pen, pero claro, ¿quién va a hacer caso de esa “facha” radical? Y apostilla, con sarcasmo, es probable que, llegado el caso, ni siquiera tengan que utilizar esas armas: los islamistas ya han ganado.
Analistas como Niall Ferguson o Giovanni Sartori señalan que estamos viviendo el final de una era. Se inició después de la II Guerra cuando la Vieja Europa empezó a retirarse de la escena internacional, al perder poder frente al nuevo Imperio Americano y emprender los procesos de descolonización (Francia, Inglaterra, Bélgica).
Carnicerías que se convierten en mezquitas
Una vez que salió de la posguerra y se acostumbró al bienestar que le proporcionaba el fabuloso y rápido crecimiento económico, Europa quiso vivir de las rentas y decidió no tener más hijos. En lugar de trabajar nosotros, que trabajen los inmigrantes.
El problema era que los inmigrantes no eran de temporada -como los jornaleros agrícolas-, sino que se quedaban, llamaban a sus familias en Argelia, Marruecos, Turquía, se instalaban aquí y sentaban sus reales.
Lo que venía no era solo mano de obra –como debieron imaginarse en la Europa de los años 60 con miopía capitalista- sino también una cultura.
Y en las trastiendas de las carnicerías halal aparecieron habitaciones para rezar que, con el tiempo, acabaron convirtiéndose en mezquitas. “Los trabajadores invitados se hicieron turcos y los turcos se hicieron musulmanes”, sintetiza la autora turco-alemana (nacida en Estambul) Necla Kelek en su libro La novia extranjera.
Con el tiempo y la aparición de una segunda y una tercera generación, la mano de obra resultó ser punta de lanza, caballo de Troya. Primero por su empuje demográfico: ellos tenían hijos, mientras los europeos se cortaban la coleta. Segundo: no renunciaban a su cultura.
Algunos de los aspectos de esa cultura eran inocuos. Incluso enriquecedores para la Vieja Europa. Pero otros chocaban con los valores de Occidente (como la libertad o la democracia), comenzando por las Constituciones como la alemana o la francesa. Y ahí venía el problema.
En unos años serán suficientes para formar partidos políticos, presentarse a elecciones y –si llegan a los Parlamentos- impulsar leyes que quizá no sean democráticas.
Al principio eran pocos y estaban en guetos. Ahora se han hecho los amos en barrios enteros, han logrado copar las aulas, se infiltran en los tribunales.
Una cosa es acoger a los refugiados, como ha pedido el papa Francisco, y como ha hecho toda la vida Europa, tierra de acogida, y otra muy distinta es ceder ante el multiculturalismo –peligro del que alertaba Giovanni Sartori a comienzos de este siglo en una obra profética La Sociedad Multiétnica. Pluralismo, Multiculturalismo y Extranjeros-.
La debilidad interior
Una cosa es respetar otras culturas y credos y otra muy distinta renunciar a las raíces de Europa, a nuestra identidad moral y cultural: el pensamiento griego, el derecho romano, la fe cristiana. Sin libertad y sin cristianismo no somos Europa.
Pero con una idea equivocada de la tolerancia, Europa se está dejando comer la tostada en todo lo referente al orden político y a la cultura cristiana.
Significativamente cede en ambos terrenos a la vez, pues, no en vano, se trata de vasos comunicantes. Así, la separación Iglesia-Estado, que los islamistas no entienden, no es un invento laico sino cristiano (“Dad al César lo que es del César” no es una frase más de Churchill sino de Jesucristo).
Y las viejas catedrales góticas de Francia o Alemania son sustituidas por mezquitas al ritmo que el Estado de derecho está siendo sustituído por la sharia o ley islámica en barrios de Bélgica o Inglaterra donde la Policía ni siquiera se atreve a poner el pie.
Como las invasiones bárbaras de la vieja Roma, el lienzo de la muralla se agrieta ahora no solo por la presión exterior sino también por la debilidad interior.
Y mientras el buenismo francés, inglés, alemán o belga tiende la mano a los musulmanes de tercera o cuarta generación éstos no solo toman el codo y se aprovechan de todas las ventajas del Estado de bienestar, sino que rechazan la integración.
Nada de eso parece preocupar a Merkel o Fillon. De boquilla sí, claro, pero en la práctica nada. No se olvide que Fillon inauguraba mezquitas en su etapa de primer ministro con Sarkozy, y ahora que estamos en año electoral hará cuatro o cinco declaraciones pro-Francia y anti-islamismo, pero no por convicción sino por estrategia, para disputarle votos por la derecha al Frente de Le Pen.
¿Por qué se doblega el amo ante el esclavo? Porque no cree en sí mismo. No sólo por su inutilidad e indolencia, sino porque carece de convicciones
Una vieja y prestigiosa película británica, El sirviente (The servant), dirigida por Joseph Losey con guión del dramaturgo y premio Nobel Harold Pinter, refleja muy bien lo que está pasando. Es la historia de un aristócrata inglés que termina siendo dominado por su astuto y manipulador mayordomo. Si olvidamos la lectura marxista de la película (la dialéctica de la lucha de clases, muy años 60, pero ya un tanto obsoleta), nos quedaremos con lo esencial.
Como ocurre en este comienzo del siglo XXI cada vez más parecido al siglo V y la caída del último emperador de Roma. La Comisión Europea, los gobiernos y los líderes políticos carecen de convicciones y son inútiles e irresolutos (salvo honrosas excepciones como Viktor Orban), no como los musulmanes radicales que saben muy bien lo que quieren.