En 2011, cuando el candidato presidencial republicano Herman Cain propuso construir una valla eléctrica en la frontera con México, era fácil predecir que dejaría impactado al país. Un expresidente, sacerdotes y la prensa expresaron su indignación. Cain rápidamente se retractó, diciendo que solo estaba bromeando. “Ese no es un plan real”, dijo. “Estados Unidos necesita tener sentido del humor. Es solo un chiste, ¿O.K.?”
La disculpa de Cain reflejó el vaivén que había definido la relación entre México y Estados Unidos durante décadas. Se entendía que, de vez en cuando, un político podría criticar a México. Pero había un límite: si el golpe era demasiado fuerte, las voces adecuadas se quejarían, y el político tendría que retroceder.
Hasta que llegó Donald Trump.
El momento en que lanzó el insulto “son violadores” su campaña se volvió infame. La secretaría de relaciones exteriores lamentó su “prejuicio, racismo e ignorancia total”, mientras que las grandes compañías mexicanas lo boicotearon. Pero Trump no ha hecho más que incrementar sus insultos. Su frase distintiva es aclamada por sus seguidores: “Vamos a construir un muro. ¿Y quién pagara por él?”.
Normalmente, las televisoras mexicanas informan de manera esporádica acerca de las primarias estadounidenses, pero este año han sido parte de las noticias casi a diario. Los televidentes observan con horror el rostro malicioso y enrojecido de Trump, que los acusa desde el estado de Michigan hasta pasar por Mississippi, mientras la masa anima.
Algunos argumentan que la mejor manera de lidiar con los bravucones es ignorarlos. Otros dicen que es peligroso permanecer en silencio ante la intolerancia y la provocación, especialmente cuando ese lenguaje apasionado se traduce en violencia, como en agosto, cuando los seguidores de Trump golpearon a un hombre hispano en Boston.
La actitud de Trump, así como el espectro de su potencial nominación, ha creado un reto complicado para el presidente de México, Enrique Peña Nieto. Los presidentes mexicanos en ejercicio normalmente se abstienen de hacer comentarios acerca de las elecciones estadounidenses, por miedo a equivocarse. Pero con la angustia que crea la posibilidad de que Trump siga adelante, se volvió políticamente difícil que Peña Nieto se quedara callado.
El presidente mexicano finalmente se metió al terreno con una serie de entrevistas este mes. Y no se contuvo, pues comparó a Trump con un fascista. “Así llegó Mussolini y así llegó Hitler. Se aprovecharon de una situación, un problema”, le dijo Peña Nieto al periódico Excelsior.
Sus palabras resonaron en los medios estadounidenses. Pero no afectaron a Trump en las encuestas ni hicieron que se retractara. En cuestión de días, Trump respondió cuando se le preguntó si le declararía la guerra a México para hacer que pagaran por el muro. Dijo: “Cuando rejuvenezca nuestra fuerza militar, México no querrá jugar a la guerra con nosotros”.
Los políticos mexicanos y los analistas ahora están debatiendo cuál es la mejor manera de lidiar con Trump. Para México, no solo se trata del orgullo o lo políticamente correcto. Se trata de mantener una relación de trabajo decente entre dos países que comparten una de las fronteras más largas del mundo, un intenso intercambio comercial y uno de los flujos migratorios más importantes del mundo (hay 11 millones de ciudadanos mexicanos en los Estados Unidos, así como 22 millones de estadounidenses de origen mexicano).
México podría descansar de los insultos de Trump si este consigue la nominación y cambia radicalmente su tono para ganar terreno en una elección general. Pero con lo impredecible que es Trump, nada de eso está garantizado.
Y sin importar lo que pase, puede ser que el “trumpismo” haya cambiado las reglas establecidas en la retórica política estadounidense con respecto a su vecino. Otros políticos podrían ver su éxito como una luz verde para atacar a México y los migrantes, ya sea en mítines de campaña o incluso en el Congreso. Eliminar el racismo antihispano del discurso político estadounidense fue una larga lucha, y podría ser difícil volver a meter en la lámpara a ese genio.
El “trumpismo” también podría tener un efecto tóxico fuera de las instituciones del poder, es decir, en las calles. Cuando Trump era un salvaje externo a la política, era más fácil que los mexicanos ignoraran sus burlas con sus propias estrategias desenfadadas, como golpear con un palo una piñata con la imagen del magnate de cabello anaranjado. Pero ya que es el favorito para ganar la nominación, se ha vuelto más difícil reírse de él. Las puñaladas duelen.
Mientras que la opinión de México acerca de los Estados Unidos es complicada, hay un punto de vista positivo en torno a los estadounidenses. México es el país que más visitantes estadounidenses recibe (25 millones en un año) y es muy probable que tenga la comunidad de expatriados estadounidenses más grande del mundo.
Pero con la xenofobia de Trump, que millones de estadounidenses comparten, esa opinión positiva podría verse afectada, y así podría quedarse mucho tiempo después de la elección. Quienes aclaman a Trump en sus mítines deberían recordar que la xenofobia y el odio pueden ser una calle de doble sentido.
http://www.nytimes.com/es/2016/03/24/como-deberia-mexico-lidiar-con-donald-trump/