Incontables veces me preguntaron qué se siente tener un hijo como Juan. Incontables veces me quede meditando una respuesta, y creo que debo haber dado miles distintas.
Es que lo que se siente, en general, o al menos en mi caso; varía según el día. Hay días en que el corazón se me estruja y siento que no hay más lugar para cosas tristes. Hay días en que siento el dolor latente pero no presente. Hay días en que me olvido de que tiene casi 4 años y aparenta menos de 2. Hay días en que lo veo como Juan, no como un chico con síndrome de Coffin-Lowry, sino como mi hijo, el mayor, el que me inauguró como madre y me dio las mayores alegrías.
¿Qué se siente? Podría decir que pasé meses sin sentir, forzando sentimientos y pensamientos positivos, negando la tristeza que de a poco me iba llenando el alma.
Mucha gente me dice que es una bendición tener un hijo así. Y no puedo dejar de enojarme cuando escucho esa frase, si bien me van a ver sonreír y asentir sin decir nada en la mayoría de los casos (en algunos menos afortunados recibirán una respuesta enojada). ¿Por qué me ofende ese comentario? Porque si bien lo adoro con todo mi ser y disfruto de cada logro como si con cada uno se ganara un premio Nobel, veo y sufro con él cada obstáculo que se le presenta. Sé que esto no es exclusivo de las mamás con hijos discapacitados, pero en casos como estos los obstáculos son más y también más visibles. No hay como disimularlo. Está expuesto.
Esto no significa que me de vergüenza, significa que detrás de cada momento de festejo por un nuevo avance, hubieron meses y meses de trabajo duro. De llantos inconsolables porque “es todo por su bien”, de miradas pidiendo auxilio que tuvimos que ignorar. Significa que sufrimos, o sufro, cada paso que da. Porque se que su vida va a consistir de una cadena interminable de sesiones de terapia y estudios médicos. De una lucha constante para poder alcanzar objetivos que a otros nos costaron muy poco por no decir nada.
No creo que sea una bendición, creo que la bendición llega después, en forma de una energía y optimismo que te llena el cuerpo entero y te ayuda a lograr cosas que creías imposibles. Si me hubieran dicho que iba a tener un hijo como Juan, hubiera respondido que se estaban confundiendo de mujer. Esa típica frase de “Dios le da las batallas más difíciles a los mejores soldados” me la repitieron millones de veces. Literal. Y muchas veces creo que Dios se confundió. Pero al final, tengo que confiar en que hay algo que vio que lo hizo creer que era lo correcto… ¿no?
¿Qué se siente cuando lo veo con chicos de su edad? Un puñal en el corazón. Es inevitable la comparación, los chicos empiezan a caminar, a hablar, dejan los pañales, van al colegio y mi bebé sigue siendo un bebé. Veo que va creciendo y que las diferencias se notan más. Los chicos de su edad crecen y me preguntan porqué Juan es como es y se me hace un nudo en la garganta aunque sonría e intente explicarlo de la manera mas simple posible.
¿Qué se siente? Es algo que duele y que va a doler toda la vida. Tengo miedo de que se sepa distinto y lo sufra, de que lo rechacen, de que lo discriminen, de que no sea feliz, de que su vida sea simplemente un cúmulo de terapias y médicos.
Me parte el corazón que no vaya a tener las mismas oportunidades que su hermana (y Dios quiera también sus futuros hermanos).
Me angustia pensar que nada se sabe a ciencia cierta con su síndrome y por ende no se cuánto tiempo lo vamos a tener.
Me sincero conmigo misma y me digo que tengo que prepararme ante el escenario de que sea yo la que lo despida y lo acompañe hasta el último día de su vida y no al revés.
Ya sé lo que me van a decir: Que me voy por las ramas, que no tengo que perder el tiempo en esos pensamientos, que no tengo que comparar, que “no tengo que”… Y yo les digo que finalmente me di cuenta de que tengo que sentir lo que sea que sienta. Que tengo que tener mis momentos de debilidad y sufrir y llorar si es que lo necesito, que tengo que poder contar con oídos dispuestos a escuchar todas estas cosas en silencio, que lo que necesito y seguramente muchas otras madres en mi situación, no es una palabra de aliento, sino un abrazo y comprensión. Que me tengan paciencia, que me quieran aunque tenga momentos en que no soy una alegría de compañía, que le tengan paciencia a mi hijo y lo quieran como es.
A mi hijo lo quiero como a nadie en el mundo. Es fuente inagotable de alegrías porque con el cada día es una sorpresa. Es un ser que regala sonrisas y miradas que derriten el alma. Da los mejores abrazos y tiene la risa más contagiosa de todas.
¿Qué se siente? Un amor inmenso y un torbellino de emociones.
FUENTE: beingamominnyc