Los mayores eventos deportivos del mundo mueven mucho dinero. Sin embargo, hay que preguntarse si el gasto que se hace en ellos está justificado por su aportación al bien común.
Ser el centro de atención mundial durante unas semanas da un prestigio que después atraerá turistas e inversionistas, y dará un fuerte impulso al comercio exterior. Durante la competición, una marea de visitantes gastará grandes sumas en hoteles, restaurantes y lugares de recreo, sumándose un beneficio indirecto para otros sectores. La construcción de instalaciones deportivas y hoteleras, así como de infraestructuras de transporte, crearán miles de empleos. La Villa Olímpica será luego un complejo de viviendas sociales , en donde antes se alzaban chozas o fábricas abandonadas. Al final, quedará una ciudad más moderna, más bonita, más rica y más verde. Eso es en teoría.
Si se hacen cuentas, resulta que tan felices augurios se han cumplido muy pocas veces. Lo muestra Andrew Zimbalist, economista del deporte, en su libro Circus Maximus. La herencia de una Olimpiada o un Campeonato Mundial de Fútbol suele consistir en una pesada deuda que cuesta veinte o treinta años satisfacer, a través de más impuestos o menos servicios públicos; monumentales estadios que no hay manera de aprovechar y cuestan millones en mantenimiento; un efecto inapreciable en el empleo y en la renta; mayor desigualdad social por el encarecimiento de la vivienda en los barrios reformados, los cuales pasan a ser ocupados por gente con más dinero.
Eso no significa la ruina general. Algunos ganan mucho: el Comité Olímpico Internacional (COI), la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), las empresas y sindicatos de la construcción, los bancos de inversiones, las compañías de seguros, los estudios de arquitectura, las televisoras, etcétera.
Espiral de gasto
El balance ha sido positivo algunas veces, como en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles (1984) y Barcelona (1992), pero eso requiere de ciertas condiciones y de una cuidadosa planificación. A falta de eso, se imponen los factores que incitan a un derroche imposible de compensar.
De hecho, organizar estas competiciones sale cada vez más caro. El coste del Mundial de Fútbol, que en los años noventa costaba unos centenares de millones de dólares, ha subido hasta unos 5.000-6.000 millones en Sudáfrica (2010) y unos 15.000-20.000 millones en Brasil (2014).
Además, el gasto final suele superar por mucho el previsto. Por una parte, entre el presupuesto y la ejecución median varios años de inflación, y la propia fiebre constructiva hace subir los precios de los materiales y servicios. Por otra, las obras siempre se retrasan y la prisa posterior se paga porque los proveedores y contratistas piden más.
Elefantes blancos
Desde luego, hacen falta grandes medios. Los Juegos Olímpicos de verano requieren más de treinta instalaciones para los distintos deportes. La FIFA exige al país organizador del Mundial un mínimo de ocho estadios modernos. La mayoría de los países, tras la competición, acabará con grandes construcciones sin uso y muy costosas de mantener: los llamados “elefantes blancos”.
Ejemplos de “elefantes blancos” son los veinte estadios levantados o renovados para el Mundial de Japón y Corea del Sur (2002), que en su mayoría han caído en desuso. Otro es el “Nido de pájaro”, el fabuloso estadio olímpico de Pekín 2008, con un aforo de 90.000 personas, que costó 460 millones de dólares y ahora solo alberga actos esporádicos.
Los turistas dejan poco dinero
En 2008, año de la Olimpiada de Pekín, China recibió casi dos millones menos de turistas. También fueron menos extranjeros a Londres durante los Juegos de 2012. Aunque Mundiales y Olimpiadas atraen a muchos aficionados, también ahuyentan a turistas ordinarios y hombres de negocios, que prefieren evitar las obras o los precios más altos.
Y, aunque haya más visitantes, no necesariamente dejan mucho dinero en la economía local. La recaudación en los estadios va en gran parte al COI o a la FIFA. Y los aficionados que pagan entradas gastan poco en atracciones permanentes de la ciudad o el país.
El principal rédito inmediato de unos Juegos o un Mundial consiste en lo que pagan las televisiones para retransmitir la competición, en los patrocinios y en la publicidad. Pero sólo una parte modesta se queda en la economía local. De los derechos de antena en una Olimpiada, el COI se lleva el 51% y el comité organizador el resto.
Balance a largo plazo
Para saber si es rentable organizar unos Juegos Olímpicos o un Mundial de Fútbol, hay que calcular los efectos económicos a largo plazo. Aunque algunas Olimpiadas, como la de Londres, cerraron con un balance operativo positivo, eso no puede compensar los grandes gastos hechos y las deudas contraídas. La clave está en si las inversiones realizadas con motivo del evento son adecuadas a las necesidades de infraestructuras y desarrollo de la sede, y si hay beneficios duraderos en el turismo y en la actividad económica general.
Hay razones para preguntarse, como hace Zimbalist: “Si en vez de gastar casi 5.000 millones de dólares en derruir estadios para construir unos nuevos, o en renovar instalaciones existentes, Brasil hubiera gastado ese dinero en redes de transporte público en sus principales ciudades, o en líneas férreas para conectarlas, ¿qué consecuencias habría tenido para la economía brasileña?”.
Mayor desigualdad
Lo que traen unos Juegos o un Mundial no sirve directamente para las necesidades de los pobres, y la renovación urbana puede jugar en contra de ellos al elevar los precios de la vivienda. La Olimpiada de Barcelona, modélica en los demás aspectos, produjo una “redistribución de los niveles de vida en perjuicio de la población de renta baja”. Probablemente, cree Zimbalist, se haría más a favor de aquel sector si, en vez de construir una ciudad olímpica, se dieran subvenciones o deducciones fiscales a los pequeñas industrias y comercios, o más dinero para la formación profesional.