Jesucristo vino a este mundo para salvarnos y llevar a cabo la obra de la Redención del género humano, es decir, para que con su Pasión y Muerte en la Cruz nos abriera las puertas del Cielo.
Pero también vino a fundar su Iglesia y nombró a San Pedro como su Primer Sucesor, cuando le dijo: “Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no prevalerán contra ella” (Mateo 16, 18 y ss).
Por ello se dice que Cristo es la Cabeza Invisible de la Iglesia y el Romano Pontífice su Cabeza Visible; el Vicario de Cristo; “el Dulce Cristo en la tierra” como solía llamarle Santa Catalina de Siena.
El Santo Padre está asistido por el Espíritu Santo y es infalible cuando expone la doctrina católica en materia de fe y moral, o sea, cuando habla desde su sede como Sucesor de Pedro.
Han pasado XXI siglos de cristianismo y ningún Papa ha declarado, por ejemplo, que en vez de 10 Mandamientos haya sólo dos; que en vez de 7 Sacramentos existan sólo 3; y ha permanecido íntegro el depósito de la fe, contenido en el Credo de los Apóstoles.
Sobre el Primado de Pedro -la roca- estará asentado, hasta el fin del mundo, el edificio de la Iglesia. Pero también el Papa es Pastor supremo de la Iglesia Universal, y a la vez es Maestro de fe, Médico de almas, Padre común de los creyentes.
Tiene la suprema potestad sobre toda la Iglesia. De esta infalibilidad goza, en virtud de su cargo, el Romano Pontífice como Cabeza del Colegio de los Obispos, cuando, como Supremo Pastor y Doctor de todos los fieles confirma en la fe a sus hermanos y proclama una doctrina de fe o de costumbres con un acto definitorio.
Y si en él vemos a Cristo, es lógico que nazca en nosotros un gran amor por el Papa. Desde los primeros años de la Iglesia se tiene constancia de que los fieles acostumbraban frecuentemente a rezar y a sentirse muy unidos alrededor de la Cabeza de la Iglesia. Y esta bendita tradición ha continuado a lo largo de la historia de la Iglesia.
Este cariño y afecto lo explica muy bien San Josemaría Escrivá de Balaguer: “Esta Iglesia Católica es romana. Yo saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico. (…) Venero con tdas mis fuerzas la Roma de Pedro y de Pablo, bañada por la sangre de los mártires, centro de donde tantos han salido para propagar en el mundo entero la palabra salvadora de Cristo. Ser romano (…) supone el deseo de agrandar el corazón, de abrirlo a todos con las ansias rendentoras de Cristo, que a todos busca y a todos recibe, porque a todos ha amado primero. (…) El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo” (Homilía Lealtad a la Iglesia).