El hombre más poderoso de la moda, propietario del grupo francés LVMH, tiene un nuevo reto: que su país le quiera
Suyos son buques insignia del lujo como Dior, Givenchy, Céline, Kenzo, Fendi, Marc Jacobs o la española Loewe. Y así hasta contar las 70 firmas que conforman el conglomerado Louis Vuitton Moët Hennessy (LVMH). Si el sector de la moda tiene un amo y señor, ese debe ser Bernard Arnault. El empresario, que cumplió 67 años el 5 de marzo, es propietario de la segunda fortuna de Francia —solo lo supera la heredera de L’Oréal, Liliane Bettencourt—, y de la 14ª de todo el mundo, según la clasificación anual de la revista Forbes, que le atribuye un patrimonio estimado en casi 31.000 millones de euros.
Su omnipresencia mediática y el poderío de sus marcas, que han vuelto a brillar en la Semana de la Moda que acaba de concluir en París, despiertan tanta admiración como suspicacia. Especialmente, en su país. Los franceses no le han perdonado su tentativa de exilio fiscal en 2013, cuando solicitó la nacionalidad belga para evadir impuestos. Ante el escándalo, decidió dar marcha atrás, pero su imagen quedó dañada. No ayudó su personalidad, discreta y algo arisca, que muchos tildan también de gélida y autoritaria. Él mismo confiesa no andar sobrado de sentido del humor. “Cuando le digo que me hace reír, siempre responde que debo de ser el único”, afirma el modisto Christian Lacroix, que creó su firma con su concurso económico.
“Hay que obrar para que los empresarios estén más apreciados por la opinión pública. En Francia están relativamente mal vistos. Nos gustan los futbolistas, pero no los empresarios”, lamentó a Le Monde tras la polémica. Poco después, a finales de 2014, inauguraba la Fundación Louis Vuitton, un edificio de Frank Gehry al oeste de París destinado a exhibir una colección de arte contemporáneo que se adivina inmensa. En ella figuran algunos de sus artistas favoritos, como Jeff Koons, Andreas Gursky o Olafur Eliasson. El edificio, que pasará a ser de titularidad pública dentro de medio siglo, es la piedra angular de la nueva fase de su regencia: intentar que los franceses dejen de verlo como un avaro sin sentimientos. Antes lo intentó financiando proyectos humanitarios, programas para bebés discapacitados o ayudas para los modistos jóvenes, a través del premio LVMH Young Fashion Designers, creado por su primogénita Delphine, directora general adjunta de Louis Vuitton, con cada vez más peso. Su hijo Antoine, ejecutivo de Berluti tras pasar por Dior, también cobra un protagonismo creciente. Dicen que es el clan familiar el que ha impulsado a Arnault mostrar un rostro más amable. Forman parte de él los cinco hijos de sus dos matrimonios, más dos sobrinos a los que incorporó a la firma tras la muerte de su hermana. “Cuando llegue el momento, sabré elegir al más preparado de todos ellos”, ha dicho sobre su sucesión.
El millonario nació en 1949 en Croix, un suburbio favorecido de Roubaix, una de esas ciudades proletarias del inclemente norte francés. Es hijo de un empresario de la construcción que, pese a no formar parte de la gran burguesía industrial, logró enriquecerse gracias a la compañía que le cedió su suegro. Fue educado por su abuela, una mujer estricta que le inculcó su pasión por los estudios, y se formó en la Escuela Politécnica de París, prestigioso centro de ingeniería con rango militar. A los 12 años, Arnault exigió que le compraran un piano de cola, con el que aprendió a tocar los 24 estudios de Chopin, del que sigue siendo un gran admirador. Su favorito es el número 12 en do menor, conocido como Estudio revolucionario, pese a su escaso apego por las ideas de progreso: fue testigo de la boda de Nicolas Sarkozy y guarda una escasa simpatía por la izquierda política.
El empresario desciende de un largo linaje de militares alsacianos. Cuando era niño, observando los retratos que colgaban en la residencia familiar, el empresario solía fantasear con las increíbles vivencias de sus ancestros. Uno de ellos fue coronel de la guardia de Napoleón, al que siguió en todas sus campañas militares, de Austerlitz a Waterloo. Otro surcó los mares en dirección a Tahití. Él estaba destinado a convertirse en un simple empresario de provincias, pero tenía otros planes para su vida. A los 22 años, aceptó entrar en la compañía familiar para echar una mano. Trabajó sin descanso para cambiar la estrategia empresarial, a veces contra la opinión de su padre. Y decidió desarrollar sus actividades al margen de la promoción inmobiliaria. La familia se había hecho de oro construyendo segundas residencias en primera línea de mar, pero había que mirar más allá.
En 1984 adquirió Boussac, un conglomerado textil que se encontraba al borde de la bancarrota, pese a controlar marcas como Dior o Le Bon Marché, los grandes almacenes de la burguesía parisina. “¡Mi hijo no tenía ni idea sobre la industria textil! Me pidió que le fuera a comprar todos los libros que encontrara sobre el tema, pero solo encontré tres. Podríamos habernos arruinado, pero me aseguró que estaba seguro de lo que hacía. Decidí confiar en él”, reveló su padre en el semanario L’Express en 1999. Arnault se aprovechó de una cuantiosa ayuda estatal (100 millones de euros) y vendió las empresas a las que no veía futuro, como tiendas de muebles o fabricantes de pañales, pese a haber prometido lo contrario a sus trabajadores.
«El jefe soy yo»
El segundo acto de su ascenso al poder consistió en hacerse con el poder en LVMH. Con modales no necesariamente exquisitos, Arnault se impuso ante las distintas familias que la controlaban y lo convirtió en una pirámide de holdingsque funcionan con relativa autonomía, pero remando en una misma dirección. Fue nombrado presidente un viernes 13, día de inevitables desdichas para la sociedad occidental, pero la suerte le terminó acompañando. “El jefe soy yo. A partir del lunes estaré aquí para dirigir personalmente la empresa”, dijo en su toma de posesión.
De ese periodo procede también su afán adquisitivo: en pleno boom de la concentración empresarial, compró Loewe, Céline, Berluti, Kenzo, Guerlain, Fendi, Donna Karan, La Samaritaine, Sephora, Marc Jacobs y los relojes Tag Heuer, multiplicando el valor de LVMH por 15. Cuentan sus íntimos que, cada mañana, se mete en el bolsillo interior de su traje recién salido de la tintorería un particular amuleto de la suerte: la llave de la taquilla de una obrera, que se encontró por el suelo durante su primera visita a la sede de Dior. Más que como sentido homenaje a las manos anónimas que le han ayudado a erigir su imperio —por las que nunca ha mostrado una especial empatía: véase el documentalMerci patron, recién estrenado en Francia, sobre los brutales métodos del grupo en su región natal—, el talismán le recuerda el camino recorrido desde entonces.
El imperio sigue avanzando viento en popa. A principios de febrero, Arnault presentó los resultados de LVMH, que registraron un nuevo récord en 2015. A lo largo del año, el grupo progresó un 6%, hasta alcanzar los 35.700 millones de euros de beneficios. Si se atiende a la devaluación del euro, el avance superaría el 16%. Y eso, a pesar “del contexto económico y de las tensiones geopolíticas”, como indicó Arnault con indudable orgullo, de la preocupante deceleración en el continente asiático y de los efectos de los atentados del pasado noviembre en París, que frenaron durante semanas el consumo del lujo. “Cuanto peor es la coyuntura, más avanzamos”, remató sin ningún pudor. Nadie dijo que fuera a convertirse, de la noche a la mañana, en una hermanita de la caridad.
FUENTE: http://elpais.com/elpais/2016/03/10/estilo/1457633417_582448.html