Tal día como hoy (21 de febrero) de hace cien años los alemanes atacaron las posiciones francesas al norte de Verdún, un pueblo fortificado de 22.000 habitantes en la región de Lorena. Fue la batalla más famosa de la Gran Guerra. Como escribe Paul Jankowski en Verdún. 1916. Crónica de la batalla más célebre de la Primera Guerra Mundial (La Esfera de los Libros), «a las siete de la mañana del 21 de febrero de 1916 el suelo empezó a temblar en el Norte de Francia». Diez meses y 300.000 muertos después, la carnicería aún continuaba.
700.000 bajas
Fue una batalla de desgaste, la más larga de la Primera Guerra Mundial, pero a pesar de que hubo 162.000 soldados franceses muertos y 216.000 heridos, por 143.000 alemanes caídos y 190.000 heridos, no fue la más sangrienta: en el Somme dejaron la vida 443.000 hombres. Nada hay en la historia como Verdún; por primera vez emergían los horrores de la guerra industrializada y la mayor parte de las víctimas cayeron bajo el incesante bombardeo sin ni siquiera haber visto al enemigo. Se luchaba contra el paisaje, con la sensación de atacar al vacío. Durante diez meses, día tras día y noche tras noche, los bosques y colinas fueron machacados por millones y millones de obuses que esculpieron un paisaje lunar. Sólo el rescate de Fort Douamont costó a los franceses 100.000 bajas.
El estallido
A las siete de la mañana del 21 de febrero, el Ejército alemán atacó los fuertes de Verdún. A las cuatro de la tarde ya había caído del cielo un millón de obuses que convirtieron el Bois des Caurés en un apocalipsis: las trincheras francesas se hundieron y la mayoría de los defensores quedaron sepultados. Al teniente coronel Driant le pareció que el bosque «era barrido por una tormenta, un huracán de adoquines que crecía cada vez con mayor fuerza». Fue el primero de 302 días de una batalla inútil porque -a diferencia de Agincourt, Waterloo, Sedán o Stalingrado- no fue decisiva para nada: la guerra continuó sin salir del punto muerto. Se ganaban veinte metros, pero caían 40 soldados. Se retrocedía otros tantos metros y en el barro quedaban para siempre decenas de desgraciados. Pasaban las semanas y nadie cedía terreno.
Sin embargo, aquella picadora de carne pudo haber sido una victoria relámpago si la niebla, la lluvia y los fuertes vientos no hubieran obligado a los alemanes a retrasar la ofensiva una semana. Si el asalto hubiera empezado, como estaba previsto, el día 12 de febrero, los alemanes habrían sorprendido a las divisiones francesas fuera de sus puestos y todo habría durado unas pocas horas.
El escritor Émile Driant fue el primer oficial de alto rango caído. El segundo día del ataque una bala le alcanzó en el pecho cuando se había parado en la retirada para socorrer a un herido. Su historia llegó a la prensa y sirvió a la propaganda francesapara estimular el ardor guerrero.
Los testimonios
El pintor alemán Franc Marc escribió desde el frente: «He visto las cosas más terribles que puede concebir la imaginación humana». Un obús lo destripó al día siguiente, pero la crónica de aquella carnicería continuó en los apuntes de un soldado francés que manejaba una ametralladora: «La trinchera dejó de existir, había quedado sepultada. Estábamos agachados dentro de agujeros hechos por los obuses, el lodo de cada explosión nos enterraba cada vez más. Nuestros propios soldados heridos o ciegos caían sobre nosotros rugiendo y gritando. Morían salpicándonos con su sangre».
El 10 de abril el capitán Cochin describió en una carta los primeros días del asalto a la cresta de Mort-Homme (un nombre premonitorio): «Regreso de la prueba más dura de mi vida: cuatro días y cuatro noches, 92 horas, los dos últimos días sumergido en barro helado, bajo un terrible bombardeo, sin otro refugio que la estrechez de la trinchera que aparecía incluso demasiado ancha; ni un agujero, ni una cueva, nada… Llegué allí con 175 hombres; he regresado con treinta y cuatro, varios de ellos enloquecidos». Después de aquel ataque llovió 12 días sin parar. La crónica oficial alemana dice: «El agua en las trincheras nos llegaba por encima de las rodillas; no había ni una cueva que pudiera proporcionar un acomodo seco. El número de enfermos crecía de manera alarmante».
El escritor francés Georges Duhamel, médico en la batalla, escribió: «Se come y se bebe al lado de los muertos, se duerme en medio de los agonizantes, se ríe y se canta en compañía de los cadáveres». No era posible distinguir si el barro era carne o la carne era barro. «El que no ha luchado en Verdún no sabe lo que ha sido esta guerra», resumió el teniente D’Arnoux.
No pasarán
El comandante en jefe alemán, Erich von Falkenhayn, era un tipo arrogante que se propuso una estrategia de exterminio. Había previsto que las fuerzas francesas se desangrarían hasta morir, poco a poco. Lo consiguió, pero también se desangró su propio Ejército. Entre los generales alemanes estaba el príncipe heredero Wilhelm, que disentía de la estrategia de Falkenhayn de bombardear sin avanzar. Desobedecía las órdenes y animaba a sus tropas a conquistar territorio, al precio de sus vidas. El 5º Ejército de Wilhelm sufrió el mayor número de bajas entre los alemanes.
El general Philippe Pétain, de 59 años, organizó la defensa con una estrategia de relevos por la única carretera que unía el frente con Bar-le-Duc, por la que circularon 6.000 camiones diarios. Después de la guerra llamaron a esa vía la Ruta Sagrada. Fue Pétain quien dijo a su estado mayor: «On les aura!» (¡les cogeremos!); pero la frase más gloriosa salió de la boca de su segundo, el general Robert Nivelle, que arengó al 2º Ejército al grito de «Ils ne passseront pas!» (¡no pasarán!). Como un eco resonarían esas palabras en otros defensores de otras guerras, incluida la española.
Pétain coincidió en Verdún con el capitán de 25 años Charles de Gaulle, que pasó por la guerra como Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo: sin enterarse de nada salvo de las propias desgracias. «El huracán me llevaba como una brizna de paja a través de los dramas de la contienda», escribió en sus memorias. Jefe de pelotón del 33º regimiento, que mandaba Pétain, De Gaulle fue de los primeros en caer herido, condecorado por sus audaces escuchas de las trincheras enemigas y herido de nuevo con bayoneta, metralla, una mina y gas. Capturado por los alemanes protagonizó cinco intentos de fuga.
No menos coraje acreditó Satan, un cruce de galgo y collie adiestrado como mensajero. Una posición francesa estaba siendo masacrada y a sus defensores, desesperados, apenas les quedaba munición, cuando vieron una extraña silueta negra que atravesaba las líneas enemigas hacia su posición. Era Satan con una máscara de gas, unas alforjas y un mensaje al cuello. Una bala alemana lo alcanzó en una pata y el perro cayó; pero volvió a levantarse y, cojeando, siguió corriendo hasta las trincheras de los sitiados. El mensaje decía: «¡Por el amor de Dios, aguantad! Mañana enviamos refuerzos». En las alforjas de Satan había dos palomas. Anotaron las coordenadas de la artillería alemana y las enviaron con las palomas. Una de ellas fue abatida; la otra llegó a su destino y la artillería francesa consiguió silenciar a la alemana y liberar a los suyos. Satan no era un demonio, era un ángel de la guarda.
Naturaleza muerta
Las vísperas de la Navidad callaron los cañones. Verdún se había salvado, pero a un precio exorbitante. El consumo de munición en los primeros siete meses ascendió a 24 millones de proyectiles, nueve pueblos habían desaparecido de la faz de la Tierra y el paisaje quedó calcinado. Los cuatro millones de proyectiles caídos sobre la colina de Mort-Homme la convirtieron en un volcán de lodo y rocas, la cima de la Cota 304 había perdido cuatro metros de altura. Aunque los bosques plantados en los años 30 han crecido y ocultan la mayoría de loscráteres, los visitantes del campo de batalla aún pueden ver un panorama selenita troquelado por 50 obuses por metro cuadrado. Cien años después, unas 800 hectáreas, conocidas como Zone Rouge, tienen prohibido aún el acceso por el peligro de los millones proyectiles sin explotar. El Département du Déminage (departamento de remoción de minas) estima que en las colinas y bosques alrededor de Verdún quedan todavía 12 millones de obuses sin explotar.
Tras dos años de trabajos y una inversión de 12 millones de euros, el Memorial de Verdún reabre hoy mismo sus puertas con los previsibles aviones, camiones, cañones y unos 2.000 objetos de la batalla: cartas, cuadernos, paquetes de tabaco, utensilios de aseo, maletas con efectos personales… Tal vez alguno perteneciera a Lazare Ponticelli, que murió en 2008 a los a los 110 años: era el último «poilu» (peludo), como se llamó con ternura a los combatientes franceses de aquel repeluzno.
*»Verdún 1916. Crónica de la batalla más célebre de la Primera Guerra Mundial» (Ed. La esfera de los Libros), de Paul Jankowski, está ya a la venta*
Fuente; http://www.elmundo.es/cronica/2016/02/21/56c75dacca47415e658b4597.html