«¡Cuidado cómo hablas!», diría Totò. La advertencia viene de la Friends’ Central School de Filadelfia y está dirigida a Mark Twain, célebre autor de Las aventuras de Huckleberry Finn, novela de finales del siglo XIX que narra las peripecias de un muchacho blanco junto a un esclavo negro en el río Mississippi.
El prestigioso instituto ha prohibido el libro de Twain porque en sus páginas aparece, más o menos doscientas veces, la palabra nigger (negro). El término, como es sabido, hoy es despreciativo y por consiguiente, el autor estadounidense no tiene derecho a acceder a las aulas del instituto de Filadelfia, dirigido por los más que rígidos cuáqueros.
Poco importa que en época del escritor el término fuera éticamente neutro y que el esclavo Jim fuera amigo de Huck, por el que se desvive en más de una ocasión. Y poco importa además que casi todas las fechorías descritas en el libro –homicidios, robos, palizas, estafas y mentiras– sean llevadas a cabo por hombres blancos y que el relato sea también una denuncia de la esclavitud. Lo política y puritanamente correcto es un colador que filtra lo nimio, pero que deja pasar lo importante, que quita la paja, pero que deja la viga en todas partes. El proceso de limpieza lingüística de las intemperancias verbales de Twain ha interesado también a una editorial estadounidense, que ha sustituido el término negro con esclavo; algo que, bien pensado, tal vez sea una solución aún peor.
Para ser coherentes, la operación de blanqueo debería concernir también a todos los otros textos en los que normalmente
se utiliza, sin intención denigratoria, la palabra ‘negro’, incluida la obra Ulises, de James Joyce. Este intento ‘lexicoclástico’ debería por tanto eliminar de las obras maestras de la literatura mundial una cantidad de términos actualmente no aceptados por la intelligentsia igualitaria. Fuera la palabra bitch [puta] del libro Trópico de cáncer, de Henry Miller, para sustituirla por la menos atrevida ‘asistente sexual’; borrar incluso el título Los miserables de la obra de Víctor Hugo, como también el equivalente inglés que aparece una y otra vez en las novelas de Charles Dickens, para poner en su lugar ‘personas ricas de otra manera’.
La redención lingüística llevada a cabo por medio del fuego purificador de la censura pedagógica no ha salvado tampoco a las obras de arte. Recientemente, el Rijksmuseum de Amsterdam ha decidido cambiar los títulos de algunos de sus cuadros, en los que aparecían términos como ‘negro’ e ‘indio’. Y así, por ejemplo, La Joven mujer negra, de Willem Maris, ha pasado a ser la Joven mujer con abanico. Tiene las horas contadas también La Mona Lisa, conocida también como Gioconda, término que desde hace tiempo significa ‘simplona’, mujer credulona, boba, de estupidez ingenua. El viento reformador golpeará antes o después también a la historia y así, la guerra de Troya (en italiano, la palabra troia significa ‘cerda’, ‘persona disoluta’, etc.) creará algún desconcierto a los expertos.
El afán de no discriminar nada ni a nadie ha impulsado a los estudiantes de la Universidad de New Hampshire a prohibir la palabra ‘americano’ para referirse a los estadounidenses porque, según ellos, entonces parecería que los habitantes de los EEUU serían los únicos americanos, los únicos que tienen el copyright sobre dicho gentilicio. En las arenas movedizas de lo políticamente correcto ha acabado también –paradoja de las paradojas– el Holocausto. Los estudiantes del Goldsmith College de la Universidad de Londres han votado contra la propuesta de conmemorarlo, ya que parecería una iniciativa ‘eurocéntrica’ y de sabor ‘colonial’.
De la misma manera, nosotros pedimos que se prohíba el término ‘cretino’, dado que deriva del francés crétin, abreviación de chrétien, ‘cristiano’, que quiere decir persona estúpida e insensata dedicada a las cosas celestiales. Y si la propuesta no es aceptada, entonces que se use ‘cretino’ para referirse a todos esos señores que dan vueltas por ahí con el corrector en la mano.
FUENTE: La Nuova Bussola Quotidiana