Momo es la pequeña protagonista de aquel famoso libro de Michael Ende que lleva su nombre. Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas.
Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. La gente se ha dado cuenta de que ha tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.
A la hora de hacer balance de su atractivo, no es fácil decir qué cualidad especial le adorna: no es que sea lista; tampoco pronuncia frases sabias; no es que sepa cantar, o bailar, ni hacer ninguna maravilla extraordinaria… ¿Qué es entonces lo que tiene?
La pequeña Momo sabe escuchar; algo que no es tan frecuente como parece. Momo sabe escuchar con atención y simpatía. Ante ella, la gente tonta tiene ideas inteligentes. Ante ella, el indeciso sabe de inmediato lo que quiere. El tímido se siente de súbito libre y valeroso. El desgraciado y agobiado se vuelve confiado y alegre. El más infeliz descubre que es importante para alguien en este mundo. Y es que Momo sabe escuchar.
Todos tenemos en la cabeza la imagen de chicos o de chicas, quizá de apariencia modesta y de cualidades corrientes, pero perseverantes en la amistad, leales, que contagian a su alrededor alegría y serenidad; y su vida aparece ante los demás como una luz, como una claridad, como un estímulo.
A veces parece que se trata de una cualidad que, simplemente, viene de nacimiento. Pero no es eso sólo: depende sobre todo de la educación que se ha recibido, y del esfuerzo personal que pone cada uno. En todos los hombres hallamos gérmenes de buenas y malas tendencias, y cada cual es responsable de la medida en que permite a unas u otras adueñarse de su persona. Todos sabemos que el alma sólo brilla después de muchos años de esfuerzo por sacarle lustre.
Saber escuchar. Tener paciencia. Sabiendo que, las más de las veces, aguantar algo que a uno no le gusta no es ser hipócrita, sino que constituye una parte de ese hábito de preocuparse por los demás, y de procurar ser agradable, que todo hombre debiera esforzarse por adquirir. Además, cuando uno se esfuerza por serlo, pronto pasa a ser algo que sale casi siempre de modo natural.
Pero escuchar no es sólo cuestión de paciencia. Requiere sobre todo deseo de aprender, deseo de enriquecerse con las aportaciones de los demás. Quien mientras escucha piensa sobre todo en preparar su respuesta, apenas escucha realmente. Sin embargo, quien escucha con atención, con verdadero deseo de comprender, sin dejarse arrastrar por un inmoderado afán de hablar él o de rebatir lo que oye, quien sabe escuchar de verdad, se hace cada vez más valioso y hace que la persona que le habla se sienta también más valorada y querida.
Es triste que tantos hombres y mujeres hagan grandes sacrificios para poder lucir un coche, ropa mejor, adelgazar un poco o presumir de cualquier cosa, y que, sin embargo, apenas se esfuercen por escuchar más o ser un poco más simpáticos y agradables, que es gratis y de mucho mejor efecto ante los demás.