Estábamos centrados en ver el celular y mandar un último mensaje antes de que nos pidieran ponerlo en «modo avión».
Unos niños pequeños, admirados, veían la nieve caer por la ventana mientras la mamá guardaba en el compartimento el equipaje de mano y las chamarras.
Si acaso, volteaban de reojo a la ventana las personas que, como yo, no ven nevar en su jardín, lo que convertía el espectáculo en algo digno de disfrutar para algunos. Tenía hambre y estaba pensando en el bocadillo que darían y el costo del mismo, pero algo me dijo: voltea, y fue así como lo pude ver.
«Eres perfecto…, increíblemente perfecto», fue lo que pensé al frotarme los ojos para confirmar lo que estaba viendo al observarlo de cerca.
Era muy pequeño. Saqué del bolso mis lentes, deseando que fueran lupas para poder admirar los detalles de tan maravilloso regalo del cielo.
¡Quería que todos lo vieran! Quería sentirlo, mas no lastimarlo, porque era sutil y frágil, porque era perfecto.
Aunque mi dedo quería tocarlo, el doble cristal impedía sentir lo frío que era el pequeño copo de nieve, que presumía su geometría divina y estaba feliz, satisfecho de ser lo era en ese momento; feliz de haber tocado el cristal y sentirse admirado por alguien en esa vitrina.
No se preocupaba por una existencia de unos minutos: estaba concentrado en el ‘ahora,’ y ese momento había hecho que por efímera que ésta fuera, valiera la pena.
No se distrajo, no se comparó con los otros copos que caían, se sabía único, se sabía admirado, reconocido como parte de la creación, y eso lo hacía perfecto.
El copo de nieve había cumplido su objetivo, mostrarse como creación de Dios sin pretender ser gota de lluvia ni grano de arena. Era un copo de nieve y así se aceptaba.
Confirmó, al presentarse ante mis ojos, que lo que enamora está en los pequeños detalles. Que lo valioso no tiene precio; que está a la vista, pero cuesta trabajo encontrarlo. Había que poner mucha atención para poder verlo, admirarlo, disfrutarlo y sobre todo, agradecerlo.
Ese copo de nieve era una obra de ese Dios que nos ama. Era una parte de ese universo que está siempre a nuestro favor.
Pero, ¿qué era lo que lo hacía tan perfecto si nadie le estaba hablando o alabando? La caricia del viento, la humedad, el frío…
Interesante: no era necesario que nadie lo adulara para verse bello, lo era por naturaleza. Ser único e irrepetible lo hacía maravilloso y auténtico entre los demás copos. Tenía su lugar específico en esta vida y por eso estaba ahí.
¡Qué gran enseñanza me dio ese copo de nieve!
Le tomé dos fotos para recordar ese momento, así como todo lo que me hizo pensar y sentir.
La azafata me pidió poner mi bolsa debajo del asiento, lo hice, regresé la vista a la ventana y ya no estaba.
Así son los momentos increíbles de la vida: a veces son segundos los que duran y, mientras suceden, es un gran error distraernos.
FUENTE: miraweb