Con su cara de gordito impasible, Hitchcock fascinó y fascina a multitudes en todo el mundo. Su abultada silueta se abre paso, generación tras generación, con el barroco título del «mago del suspenso» que hizo estremecer de alegría a sus seguidores y de carcajada a sus enemigos.
Con una característica falta de modestia ―apuntaba―, he permitido ser anunciado como un mago del suspenso. […] El suspenso es «incertidumbre acompañada de aprehensión». Bastante justo. En mis películas, trato de intensificar esa aprehensión, hasta un punto en que se convierta en insoportable.
La trama de sus películas se centra en llenar de significado diverso a las personas y a las situaciones más ordinarias y, por ello, a lo largo del film, se respira un cierto ambiente en que «algo fuera de lo normal» está por suceder.
Van al cine, se sientan y dicen: «Muéstreme». Luego, sienten deseos de anticipar: «Adivino lo que va a suceder». Y yo me veo obligado a recoger su desafío: “¿Ah, si?, ¿con que eso creen? Bueno, vamos a ver.
¿Qué tiene Hitchcock que hipnotiza? El deseo de integrar al público a la acción narrativa; un ansia de innovar en el plano cinematográfico y, por último, un amor por sus películas tan avasallador como su figura. Sus cintas son una amalgama perfecta entre el miedo, el suspenso, la sorpresa y la candidez. El cinismo de Hitchcock, sus ojos atentos y su escabroso sentido del humor, hicieron realidad el deseo íntimo de cada espectador: no sentirnos solos frente al miedo.
Hitchcock era un hombre miedoso. Una de sus obsesiones más frecuentes era la de un hombre que se ve acusado, siendo inocente. Así que su objetivo era protegerse. Y se protegió, asustando.
Nació en Londres, el 13 de agosto de 1899. Y aunque estudió mecánica, electricidad, acústica y navegación, al abrirse los estudios Paramount, en Londres, lo contrataron para realizar los títulos que se integraban a las películas mudas. De ahí escaló a jefe de la sección de titulaje, empleado en el departamento de montaje, director de algunas escenas sin actores, adaptador y ayudante de dirección.
En 1922, conoció a la contadora y editora Alma Reville, más tarde su esposa y cómplice en todas sus películas. Un año antes de fallecer, a los 80 años, al recibir el homenaje del American Film Institute, dijo: Pido permiso para mencionar a cuatro personas que me han dado todo su cariño, su reconocimiento, sus ánimos y su constante colaboración. La primera es una editora cinematográfica; la segunda, una guionista; la tercera, la madre de mi hija Pat, y la cuarta, la cocinera más excelente que haya obrado milagros en una cocina doméstica. El nombre de las cuatro es Alma Reville. Si la hermosa señorita Reville no hubiera aceptado, hace 53 años, un contrato vitalicio sin opciones para convertirse en la señora de Alfred Hitchcock, es posible que el señor Alfred Hitchcock se encontrara en esta sala esta noche; sin embargo, no estaría en esta mesa: sería uno de los camareros más lentos de la sala. Quiero compartir este premio, como he compartido mi vida, con ella.
Dos semanas después, cerró las oficinas que durante 22 años ocupara y despidió a su personal. En Inglaterra, la Reina lo nombró «Caballero». Sir Alfred, el mago del suspenso, murió el 29 de abril de 1980.
Fue nominado cinco veces al Oscar como mejor director, pero la silueta más reconocible del cine se quedó sin premio. Hasta que una arrepentida Academia le entregó un Oscar honorífico en 1968. Y entonces, Alfred Hitchock, a quien la industria menospreció durante décadas, logró su mayor venganza con un golpe de ingenio: sólo dijo muchas gracias y se fue de ahí.
Escribe el director francés Francois Truffaut: «Hitchcock acometió la tarea de seducir al público aterrorizándolo, haciéndole reencontrar todas las emociones fuertes de la niñez, […] cuando por las noches, en la cama, un juguete olvidado sobre un mueble se convertía en algo inquietante y misterioso». Tiene razón. Después de Hitch, las regaderas no han vuelto a ser las mismas.
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