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Mi hijo, el ombligo del mundo

¡Lo inaudito! El viernes pasado decidí hacer tiempo en una conocida cafetería mientras mi hija y sus amigas entraban al cine. Con periódico en mano, me dispuse a disfrutar esos minutos en compañía de mí misma, cuando de pronto llegó al establecimiento una joven mamá con su retoño, que tendría a lo sumo un año, pues aun no sabía caminar.

El lugar estaba casi vacío, de modo que me sorprendió cuando sentó a su bebé en mi sofá. “¡Claro! – pensé – lo hace mientras pagan sus cafés”. Cuando vi que la mamá, acompañada de una amiga, pasaba de largo con vaso en mano para instalarse a tres mesas de distancia, imaginé con asombro que habían olvidado a su desconcertada hija, pero ¡no!, de vez en cuando volteaba a verla y le hacía carantoñas.

Siempre he sospechado que desciendo de la estirpe de Herodes, porque lo que se dice paciencia con los enanos nunca he tenido. Pero eso no significa que no me importe su integridad física, por lo cual soy bastante aprehensiva. Así que imaginen mi estado cuando la “nena” se encaramó y, sujetando sus manitas al respaldo del sillón, que por cierto estaba al lado del ventanal – sí, ¡de vidrio! –, comenzó a hacer una serie de cien sentadillas a toda velocidad mientras emitía sonidos guturales ininteligibles para un homo sapiens. De pronto, los sonidos se convirtieron en gritos de mandrilito huérfano. Dicho sea de paso, tengo oídos de tísica y los tonos agudos me alteran de modo particular.

La insistencia de la nena para captar la atención de su progenitora, absorta en el cotilleo con su amiga, terminó de exasperarme. Decidida a mostrarme amable aunque no lo mereciera (mi abuela siempre decía: “compostura poca, pero que dure”), esbocé la sonrisa más hipócrita de mi repertorio y me dirigí a la mesa materna.

“Hola, oye, un favorcito… ¿te importaría sentar a tu hija contigo en vez de conmigo?”. Increíblemente, la cínica desnaturalizada me volteó a ver con cara de pocos amigos y espetó: “¡No es tu sillón!”. Alcé una ceja, alcé otra ceja, ladee la cabeza, esbocé una temblorosa sonrisa de medio lado, escondí los colmillos, y con el tono más “inclusive” que pude adoptar, respondí entre dientes: “Ni mi hija.” Di media vuelta, aventé el periódico sobre mi mesa, tomé mi vaso de café y abandoné el lugar.

¡Lo juro!, es un hecho real. Quizá sea uno de los más gráficos, aunque no el único que me ha tocado sufrir por culpa de las “mamis” posmodernas que sienten que el mundo tiene la obligación de padecer las impertinencias de sus hijos. ¡No!, la obligación es de ellas. Nadie tiene por qué soportar que una horda de mocosos desconocidos dé vueltas alrededor de su mesa cual guerreros apaches en un restaurante, mientras los nerviosos meseros hacen equilibrios para no tropezar y vaciarles la sopa encima. Ni soportar un megaberrinche de media hora en tanto la mamá finge demencia, haciendo alarde de una indiferencia tan inaudita como imperdonable.

¡No madres! Si son “vale-idem” y están dispuestas a que sus hijos se salgan de madre en cualquier sitio público, mejor quédense en casa y sopórtenlos en privado. Una mamá responsable encuentra en cada situación un momento oportuno para educar a sus hijos con cariño y paciencia, pero con firmeza. Y si no tienen edad suficiente para entender, quizá tampoco para estar “ahí”, así que al menos hay que controlar la situación. Recuerden que los derechos de sus hijos terminan donde empiezan los derechos de los demás.

Como última recomendación, les aconsejo nunca leer libros de crianza que tengan títulos como “Mi hijo, el ombligo del mundo”, “Yo estoy bien, tú estás mal”, “Porque lo manda mi nene”, etc. De verdad, lo pueden lamentar cuando lleguen a la adolescencia.

Atentamente,

Madre de la Vieja Guardia

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