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Mujica levanta pasiones en Brasil por decir lo obvio: hace falta decencia

José Pepe Mujica camina encorvado, despacio. Conduce su Volkswagen Escarabajo, viste un traje ya bastante usado, no se corta las uñas de los pies, tiene una panza inmensa y evita todo el tiempo mirar a los ojos. Su forma de hablar es suave, dulce. Dice cosas obvias, sensatas, que cualquier otro campesino anciano podría decir. La última, el pasado sábado junto al expresidente Lula: «Los políticos deben aprender a vivir como la mayoría del país, no como la minoría».

Sus palabras, junto con su conducta personal, que es coherente con lo que predica, hicieron que este exguerrillero, tan normal y tan humano, llegase a la presidencia de Uruguay en 2009 y alcanzase el estatus de gurú y filósofo internacional de toda una generación. Su sencillez fascina, su sabiduría asombra. Especialmente a una juventud con nuevos valores, menos materiales, y que exige cambios. Y todo eso a los 80 años de edad.

Mujica estuvo esta semana en Brasil y brilló como una estrella del pop. En tiempos de tanta desilusión política, casi 10.000 jóvenes acudieron a la Universidade Estadual do Rio de Janeiro (UERJ) solo para ver a un señor normal, pacato, y escuchar un espectáculo de sensateces. Casi un sermón de abuelo. Una fan dijo que había llegado dos horas antes del evento para conseguir su lugar, como si se tratase de un concierto. Y la explicación de todo —además, claro está, de que legalizó la marihuana— es tan sencilla como sus palabras: hay ciertos elementos de nuestra vida política cotidiana que han dejado de ser naturales y se han vuelto insultantes.

Para limitarnos al ámbito de la política brasileña: ya no es natural que las arcas públicas de un país en desarrollo paguen 324.000 reales (unos 80.000 euros) en 52 habitaciones de lujo y 17 coches para una comitiva, como hizo la presidenta Dilma Rousseff en Roma en 2013 para la misa inaugural del Papa Francisco. O que, en tiempos de ajuste fiscal, haya una factura de 100.000 dólares (casi 90.000 euros) en limusinas en Estados Unidos este año. Es una aberración que diputados, senadores y concejales ganen, si sumamos todos los beneficios, cerca de 100.000 reales (más de 24.000 euros) al mes, que trabajen tres días a la semana y, además, deambulen con los lujosos coches negros oficiales por la ciudad —y encima quieren prohibir el Uber. Es un insulto ver Lamborghinis y obras de arte escondidas en manos de quien fue elegido para velar por el bien público.

La austeridad de Mujica representa lo contrario de todo eso. El expresidente es un ejemplo de cómo los políticos deben ser personas normales y corrientes. “Un presidente no debe confundirse con un monarca”, dijo este sábado. Tan obvio, ¿verdad? Pero en Brasil quizá eso suceda porque todo el mundo vive y trabaja en un palacio: el del Planalto (Presidenta), Bandeirantes (Gobernador de São Paulo), Guanabara (Gobernador de Río de Janeiro)…

Cuando era presidente, Mujica donaba una parte de su sueldo, seguía viviendo en su granja, iba en su Escarabajo a trabajar, no llevaba corbata —a veces, ¡ni siquiera zapatos!— y les abría las puertas del palacio presidencial en el invierno a las personas sin hogar. Y encima apoyó la legalización de la marihuana, la liberalización del aborto y la del matrimonio entre personas del mismo sexo. Ya no es normal en Uruguay que a las mujeres se les prohibida hacer lo que quieran y que la gente no pueda amarse libremente, pero esa es una charla para otro día.

Y no nos hagamos los tontos: Mujica se identifica como un socialista y no niega sus orígenes de izquierda, pese a la crisis de credibilidad de esta corriente política en toda Latinoamérica. Se trata de un alivio para los progresistas que están desencantados. Pero Mujica expresa sus principios de manera tan sutil, con palabras cargadas de una sensatez tan sincera —disculpen la insistencia—, que incluso un conservador desprevenido acaba cayendo en su red. Por ejemplo: “Los estudiantes tienen que darse cuenta de que no es solo un cambio del sistema, es un cambio de cultura, es una cultura civilizadora. Y no hay manera de soñar con un mundo mejor a no ser pasarnos la vida luchando por él. Tenemos que superar el individualismo y crear conciencia colectiva para transformar la sociedad”, dijo en la UERJ.

La buena noticia es que la gente se siente cada vez más hasta las narices. Varios analistas y estudios coinciden en que las protestas brasileñas, ya estén travestidas de izquierda (junio de 2013) o de derecha (2015), son claras al repudiar el tipo de conducta de los políticos. Basta con ver la cantidad de veces que se compartieron en las redes sociales de Brasil unas fotos del primer ministro británico, David Cameron, yendo a trabajar en metro. Diez de cada diez analistas políticos lo vienen repitiendo desde 2013: la cabeza del brasileño ha cambiado, pero los políticos todavía no han entendido eso. “El Brasil que salió a las calles es un país que quiere que el político vaya en autobús, que sea igual a él”, ya explicaba el politólogo Alberto Carlos Almeida, director del Instituto Análise, en aquella época.
José Mujica y la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. / elvira megías (Ahora Madrid)
Mujica simboliza este cambio de mentalidad no solo en Brasil, sino en el mundo entero. Y ya no está solo. España, que vivió protestas masivas en 2011 y solo ahora empieza a salir de la crisis económica, ya ha recogido algunos frutos en las elecciones municipales y autonómicas de este año. Los ciudadanos han elegido a parlamentarios, alcaldes y alcaldesas de nuevos partidos y plataformas ciudadanas en algunas de las principales capitales del país. El de Madrid es el caso más representantivo. En su primer día de trabajo, la alcaldesa y exjueza Manuela Carmena, de 71 años, estuvo en la portada de periódicos por ir a trabajar en metro. Recortó sueldos, cargos, coches oficiales y otros privilegios. Y sobre todo ha cambiado las prioridades presupuestarias del Ayuntamiento para hacer cumplir su programa, tras 24 años de gobierno conservador. “Jamás podría imaginar que los jóvenes depositarían sus esperanzas en una abuela ya jubilada como yo”, llegó a decir.

Hay un malestar generalizado y sobre todo la juventud —de Brasil, de Latinoamérica y de todo el mundo—, huérfana de representantes y partidos, exige cambios en la política. Es una generación con nuevos valores y hábitos más austeros que sus padres, que prefiere viajar y compartir un coche en vez de pagar caro por uno. Y lo curioso es que, como en los casos de Mujica y Carmena, a veces busca la regeneración política en los mayores porque no encuentra a quien haya entendido el mensaje entre los nuevos líderes. Al fin y al cabo, no se trata de tomar las armas y cambiar todo el sistema. La revolución que se exige es silenciosa: se llama decencia.

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