Según mis amigos psicólogos, la emoción más peligrosa es la ira, porque puede ser terriblemente destructiva. La gente hiere y mata en un arranque de ira. En las tragedias griegas, detona el drama. Ya hablamos en otra ocasión de Edipo rey de Sófocles. ¿Recuerdan la historia? El joven Edipo huye de su hogar adoptivo. En el camino hacia Tebas, se topa con un elegante coche tirado por caballos que transporta a Layo, rey de Tebas. Un arrogante sirviente conduce el carro real. El antipático chofer «le tira lámina» a Edipo. ¿Quién se cree ese peatón? ¿Acaso tiene charola de diputado? ¿Qué no sabe que los vehículos oficiales tienen preferencia?
Carácter violento = Voluntad débil
¿Les suena la historia? Pero, no hablemos de política. El hecho es que el agredido peatón no se deja y responde airado, mata al pasajero real y al conductor. Edipo no era una mala persona, pero la cólera lo convirtió en asesino.
Las «buenas» personas son capaces de cometer atrocidades movidas por el dolor, la tristeza, el entusiasmo, el miedo, el enojo. Medea, en la obra homónima de Eurípides, mata a sus propios hijos para vengarse de su marido, que la abandonó por otra mujer. Otelo, movido por los celos, asesina a Desdémona. Romeo se suicida pensando que Julieta está muerta.
Estas emociones están emparentadas con lo que Aristóteles y los escolásticos llamaron «pasiones», estados mentales impulsivos, resultados de un estímulo externo o imaginario. En griego, la palabra «pasión» (pathé) alude a esa dimensión pasiva; el sujeto es arrastrado por los impulsos y acaba cometiendo estupideces. «Me hierve la sangre», dicen algunos. Los griegos utilizaban una expresión elocuente para hablar de una persona pasional e impulsiva: akratés, el que carece de dominio y de poder sobre sí mismo.
No somos mejores o peores por ser apasionados, esas emociones o pasiones son aspectos de la naturaleza humana. Lo importante es utilizarlas para conseguir nuestras metas; no que se apoderen de nosotros.
Además, las necesitamos para sobrevivir. ¿Qué sería de nosotros si no sintiéramos miedo o aversión al dolor? Las pasiones nos permiten reaccionar rápidamente frente a circunstancias peligrosas. ¿Y si tuviésemos que deliberar cada vez que cogemos un objeto caliente? Instintivamente lo soltamos para no quemarnos. La aversión al dolor nos salva de quemarnos. Pero en otras ocasiones, la supervivencia depende de nuestra capacidad de sobreponernos al dolor.
La lucha contra la violencia requiere el dominio de nuestros impulsos. Dominar nuestras pasiones es parte de la educación contra la violencia pasional. Lamentablemente, no pocas veces confundimos firmeza de carácter con violencia. Gritar fuerte para regañar a un subordinado es, en la mayoría de los casos, indicio de falta de carácter. Ésta es la paradoja: un carácter violento revela la debilidad de la voluntad.
MESURA, NO REPRESIÓN
La violencia obedece a muchas razones. Hay una instintiva, animal, impulsiva; ésta es terriblemente destructiva. Sin embargo, cuando el impulso pasa, el sujeto se arrepiente. Esta violencia se puede prevenir formando el propio carácter. Adueñándonos de nosotros mismos a través de las virtudes.
Ser dueño de nuestras pasiones no quiere decir aplacarlas ni reprimirlas. En ocasiones se deben provocar. ¿Recuerdan la tragedia de la guardería ABC en Hermosillo? Alguien que estaba por ahí arremetió con su camioneta contra la pared; abrió un agujero en la pared y salvo a muchos niños. Esa persona utilizó positivamente su coraje y su ira.
Aristóteles consideraba que la virtud consiste en sentir la pasión cuando se debe y como se debe. Es cuestión de mesura y de oportunidad, no de represión ni supresión. Si veo un incendio, debo huir de las llamas; pero si soy bombero debo enfrentarlas. Cuando el coraje se rige por la recta razón no es destructivo; no es violencia, sino firmeza y fortaleza.
Educar contra la violencia requiere, en consecuencia, modelar el carácter. Debemos, por ello, atemperar nuestros impulsos y emociones.
LOS MALENCARADOS CITADINOS
También las estructuras propician la violencia. Cuando uno debe levantarse a las cuatro de la mañana para llegar al trabajo, gastar cuatro horas de su vida al día en el metro, apretujado, respirando los humores de los demás, es muy difícil conservar el buen humor. Es una de las razones por la que los habitantes de las grandes ciudades –neoyorkinos, parisinos, chilangos– somos tan mal encarados.
Existen estructuras que fomentan y reproducen violencia: el entorno urbano, condiciones de trabajo infrahumanas, el maltrato de autoridades, las aglomeraciones. Las ciudades atestadas, mal planeadas, deficientemente administradas invitan a las explosiones de carácter, son caldo de cultivo para el gen de la violencia.
Existe también la violencia deliberada; sistemática. La programática. La de quien piensa, planea y ejecuta. Fue la violencia del Tercer Reich contra judíos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová y, en general, contra quienes no cabían en el estrecho y ridículo molde del nazismo. Esta violencia, perpetrada por personas educadas y cultas espanta. ¿Cómo pudo un régimen institucionalizar la violencia más brutal?
En una entrevista, Theodor Adorno cuenta que el nazismo prescribía un régimen de educación física muy rigurosa. La justificación está en la dureza casi masoquista del entrenamiento. «La tan loada dureza, para la que tendríamos que ser educados, significa más indiferencia frente al dolor, sin una distinción demasiado nítida entre el dolor propio y el ajeno. Quien es duro consigo mismo se arroga el derecho de ser duro también con los demás», dice Adorno.
La violencia surge también por indiferencia. Nos negamos a ver el rostro de los demás. No advertimos que también sufren. Quien que nos empuja en el metro también fue empujado. Si los microbuses utilizaran las direccionales, probablemente no les cederíamos el paso. ¿O sí?
Ya lo he dicho en otras ocasiones: la educación deportiva frecuentemente –que conste que no siempre– camufla la violencia. Sin duda el ejercicio baja el colesterol y desarrolla hábitos como el orden y la puntualidad, incluso propicia el trabajo en equipo y el respeto a las reglas. Los deportes competitivos fomentan ciertas virtudes, pero no enseñan la compasión. El propósito es ganar a través de la destreza física. No se me malinterprete. No pretendo abolir los deportes. Sólo quiero decir que la lucha contra la violencia exige repensar el papel que damos a los deportes en la educación.
No sé si hoy hay más violencia que en la antigüedad. La esclavitud es una forma muy fuerte de violencia. Parte del supuesto de que el otro sólo es digno de servir. Lo que sí sé es que nuestra educación no fomenta la empatía. Las constantes campañas en contra del bullying y el mobbing son muestra de ello.
Fuente: Itsmo. Edición 325.Sección Las manías de Zagal
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