En muchos sentidos, la vida en E.U. es similar a la de cualquier país desarrollado. Pero esta nación difiere del resto del mundo en algunos aspectos cruciales: Al año, los americanos trabajan 135 horas más que los británicos, 240 más que los franceses y 370 más que los alemanes. Pero así como trabajan duro, también se divierten “duro”.
Una encuesta global publicada en 2008 arrojó que los americanos son dos veces más afectos a fumar marihuana que los europeos. El 42 por ciento ha fumado un porro en algún momento de su vida, mientras que en Europa el índice no llega al veinte por ciento. También son cuatro veces más proclives a consumir cocaína que los españoles y diez veces más que el resto de los europeos. Lo cierto es que no hay gente sobre la Tierra que tenga una relación más compleja y retorcida con las drogas que los norteamericanos.
La historia de las drogas en E.U. suele plantearse de la siguiente manera: La fiesta comenzó en los 60´s, se volvió loca en los 70´s y se salió de control en los 80´s, al tiempo que la avaricia y la adicción fueron creciendo; y a eso siguió un periodo de recuperación y madurez. Sin embargo, las cifras revelan que aunque las cosas se pusieron locas en los 70´s, locas permanecieron. Y quizá ninguna década haya atestiguado más farmacodependencia que los 1890´s, cuando el movimiento en contra del alcohol dio lugar a un bufet de otro tipo de “pasones”.
De hecho, casi todas las drogas que se consumen en la actualidad entraron en la cultura americana a mediados del siglo XIX. En 1823, Warren Delano cruzó por primera vez el océano como representante de Russell & Co. en busca de opio. Siete años después era socio de la empresa y estaba involucrado de lleno en el lucrativo comercio de este narcótico. Su nieto, el presidente Franklin Delano Roosvelt, firmaría años más tarde la enmienda para terminar con la prohibición del alcohol, vigente de 1920 a 1933. En el siglo intermedio, E.U. inició una relación con las drogas que hace parecer casi funcional a la actual.
En 1837 se desató el pánico financiero y durante los siguientes cinco años el país fue devastado por el declive económico más severo de su historia, solo comparable con la Gran Depresión de 1930. Una respuesta a la crisis fue el resurgimiento religioso, pero el pueblo también recurrió al opio para aliviar su sufrimiento.
Por décadas, los supuestos “beneficios” de esta droga fueron ensalzados mientras sus efectos negativos fueron ignorados o desconocidos. En los 1850’s se aplicó la primera inyección de morfina a un paciente en Inglaterra, y la práctica se extendió en E.U. a partir de las últimas batallas de la Guerra Civil. Los horrores vividos por las tropas fueron lo bastante traumáticos como para llevar a muchos a la automedicación. Sin embargo, los hombres no eran los principales consumidores de opiáceos. El 60 por ciento eran mujeres. En el siglo XIX, el opio era recetado sin empacho por los médicos a un público femenino mayor de 35 años, de clase media y alta.
El opio se producía a partir de la amapola que se cultivaba en Vermont, New Hampshire, Connecticut, Florida y Louisiana. Su consumo llegó a ser más aceptado socialmente que el alcohol, pues se consideraba “más ligero”. Parecía un buen remedio contra los efectos negativos de la rápida industrialización y la urbanización: aburrimiento, dolor de espalda, ansiedad y dolores estomacales por falta de higiene.
Para 1870, el afecto de los norteamericanos por los productos de opio como el láudano se combinó con otras fuerzas culturales como la guerra, el desarrollo económico y los patrones de inmigración, lo cual sacó a esta droga del botiquín para llevarla a los infames fumaderos urbanos. Y era aún más popular en las áreas rurales. Al ver que el uso y la adicción aumentaban con sus lamentables consecuencias, se promulgó la primera ley antinarcóticos en 1878. Pero los efectos nefastos de una droga suelen tratar de “resolverse” con la creación de otra “menos dañina”, más rentable y más “efectiva”: el proyecto americano por excelencia.
La versión del siglo XIX de las actuales farmacéuticas (Big Pharma) se dedicó a producir y distribuir legalmente la morfina, que había sido aislada del opio en 1805. El consumo per cápita se duplicó entre 1870 y 1890, y para entonces ya había un cuarto de millón de adictos. Cuando se disipó el mito de que inyectada no causaba adicción, comenzó la búsqueda de un sustituto no adictivo. Bayer, la farmacéutica más grande del mundo, creadora de la Aspirina, patentó una nueva droga sintetizada de la morfina con el nombre de “Heroína”, porque hacía sentir a la gente “heroica”. El Boston Medical and Surgical Journal aseguró en 1900: “No hay peligro de adquirir el hábito.”
Los científicos alemanes sintetizaron la anfetamina en 1877 y los japoneses, la metanfetamina en 1893 (su presentación como “cristal” se dio hasta 1919). En 1933, la primera anfetamina llegó al mercado masivo norteamericano en forma de inhalador con el nombre de Benzedrine, vendido por Smith Kline & French. Pronto fue adoptada por los círculos bohemios. Hoy día, la metanfetamina es una droga tan popular entre los habitantes de los “trailer parks” como entre la comunidad gay de las grandes ciudades. Conocida también como “speed”, los Estados Unidos consume el 85 por ciento de las dosis prescritas de metanfetamina en el mundo, del cual el 80 por ciento se suministra a los niños con el nombre de Ritalin. Se trata de un estimulante del cerebro que dispara una carga masiva de un neurotransmisor llamado dopamina. Su uso extendido puede causar depresión, paranoia y algunos síntomas asociados al Mal de Parkinson. Pero a corto plazo, el aumento en la atención y la disminución de la sensación de fatiga es la razón por la que es suministrada a los pilotos y a otros militares que requieren permanecer en estado de alerta.
La cocaína, potente droga que se aísla de la planta de la coca, fue manufacturada por los laboratorios Merck e introducida a E.U. en 1884. La primera versión de la Coca Cola, creada en 1886, era una mezcla de cocaína, azúcar y otro estimulante más suave. La publicidad de Parke-Davis Co., que vendía kits de esta droga con todo y jeringa, prometía: “La cocaína toma el lugar de la comida, vuelve valiente al cobarde y al callado, elocuente.”
Las drogas no fueron una consecuencia accidental del desarrollo tecnológico y económico del siglo XIX. Fueron sus cimientos. Para 1906, decenas de miles de productos a base de opio fueron patentados. En Norteamérica, producir y vender estas “panaceas” se convirtió en una actividad empresarial masiva de grandes alcances que ayudó a crear la moderna industria de la publicidad y de los medios de comunicación, por no mencionar al monolítico y multimillonario negocio farmacéutico. Esta industria fue el principal obstáculo para regular la producción y venta de dichas drogas. Cuando su participación en el mercado se vio disminuida por el mercado negro y los avances de la medicina -la Aspirina resultó un analgésico no adictivo muy lucrativo-, no hubo razones para continuar presionando en contra de su regulación.
Mientras las autoridades federales se enfocaban en combatir los opiáceos, la próxima “droga más peligrosa en América” tomaba camino hacia el Norte. Cuando se abolió la esclavitud, las plantaciones del Caribe contrataron obreros de la India que llevaron consigo semillas de cannabis. Muy pronto esta se convirtió en parte de la vida diaria en Jamaica y otras islas. Miles de jamaicanos que llegaron a trabajar a Panamá llevaron consigo esta hierba; y para 1916, los trabajadores norteamericanos que construían el Canal de Panamá la estaban fumando. Aunque lo cierto es que ya en 1885, cinco de cada diez preparaciones médicas en E.U. contenían cannabis.
En los albores del siglo XX, prácticamente todas las drogas que hoy existen eran legales y accesibles en Norteamérica. No era solo el paraíso de un drogadicto; era el experimento natural con el que sueñan los actuales expertos en políticas públicas: ¿Qué pasaría si hoy se legalizaran las drogas? Bueno, eso ya sucedió. Y la historia sugiere que si alguna vez se legalizan de nuevo, no pasará mucho tiempo antes de que se vuelvan a prohibir.
Al ver sus devastadores efectos en la salud y en la sociedad, el mundo comenzó a adoptar una posición menos indulgente frente a las drogas. Y al emerger de la Primera Guerra Mundial como una potencia preeminente, Estados Unidos se propuso imponer a escala global sus nuevas políticas antidrogas, creando un régimen de control de narcóticos en todo el mundo que persiste como otra forma de dominación. Eso claro, mientras su propia población mantiene el gusto por los placeres del paraíso artificial, que lo convierte en el consumidor más grande de drogas del planeta.
Durante la Segunda Guerra Mundial, E.U. promovió el cultivo de la amapola en el estado mexicano de Sinaloa para aliviar las dolencias de sus soldados. Eso significa que los mismos estadounidenses fueron los generadores de la demanda de un cultivo que posteriormente declararon como ilegal.
Entrados en los 60´s, mientras los sectores conservadores ingerían tranquilizantes y estimulantes prescritos por el médico y bebían martinis legales, la contracultura encontró una droga que le hacía percibir una “realidad” que empataba con sus ideales revolucionarios, aunque la revolución estaba solo en su cabeza. “Después de un viaje ácido, puedes rechazar todo lo que te han enseñado”, escribió Richard Neville en “Playpower”. El LSD es la droga más poderosa jamás creada. Tan solo 20 microgramos -20 millonésimas de gramo- pueden alterar radicalmente la percepción de la realidad durante medio día. Fue inventada por el suizo Albert Hoffman en 1938. Debido a que la experiencia psicodélica que produce es tan mentalmente subversiva, es menos atractiva para las personas que están relativamente contentas con su visión del mundo.
Los movimientos por los derechos civiles y en contra de la guerra nacieron antes de que el ácido prevaleciera en la cultura hippie, pero lo cierto es que sin el LSD, los años sesenta se hubieran asemejado a otras “olas” de izquierda que les precedieron. Con el ácido emergió una subcultura que se convirtió casi en una religión de oposición a los valores norteamericanos gestados en la fusión de la democracia y del cristianismo fervoroso. Fue en las drogas que el radicalismo de aquella época encontró su forma más visible de desobediencia cultural.
La repentina escasez del LSD -debido a la detención de su principal productor (Pickard) y a la cancelación de sus principales puntos de distribución (los conciertos de Greatful Dead y las fiestas RAVE)- propició que en la primera década del siglo XXI los seguidores de esta subcultura se decantaran por una variedad de drogas psicodélicas, desde algunas de origen vegetal, como la ayahuasca y la salvia, hasta otras sintetizadas en laboratorios clandestinos.
El retorcido gusto de la sociedad norteamericana por la euforia inducida químicamente ha sido increíblemente resistente a lo largo de los últimos cuatrocientos años y ha dejado una estela de consecuencias de gran alcance. Más que los cambios culturales o la efectividad de una prohibición, el ciclo de una droga en el mercado norteamericano es resultado de la oferta y la demanda. No importa qué tan importante sea el capo que pesque este o aquel gobierno; se necesitan dos cosas para mantener activa la producción y el comercio de cualquier droga: la voluntad y la manera. Y donde hay voluntad, hay manera. Mientras E.U. siga siendo el mayor consumidor de drogas del mundo, es prácticamente imposible terminar con el narcotráfico; al menos en México, ya que es el camino y la puerta.
Un componente clave de la sociedad americana es el individualismo. Ven la decisión de drogarse como algo muy personal. Pero no hay que olvidar que hacerlo también tiene consecuencias para otros, desde los hijos del consumidor negligente, hasta las víctimas de quien delinque para financiar su adicción o las bajas en la lucha contra el narco dentro y fuera de su territorio. La batalla entre el bien común y la libertad personal ha definido la historia americana. Y es que esa nación se relaciona con las drogas como lo hace un adicto: lapsos de moralidad y sobriedad seguidos de recaídas.
Drogarse podrá parecer divertido, pero volverse adicto no lo es. Ser arrestado, despedido del trabajo o perder a los hijos, tampoco. Vivir en el clima de inseguridad y violencia que genera el narcotráfico, menos. Cuando hablamos de alterar nuestra mente, nos referimos a lo que significa ser humanos, al significado de la vida, a nuestras expectativas, sueños y miedos.
Hasta el día de hoy, Estados Unidos ha mostrado una nula capacidad para aprender de su larga y complicada historia con las drogas. ¿Estarán dispuestas otras sociedades como la nuestra a aprender de los errores ajenos, o preferirán seguir los mismos pasos?