Los niños de Morelia: A 80 años de su llegada a México
Por Elena Goicoechea
Es difícil tocar este tema sin enredarse en tópicos, pero la intención no es hablar de política, sino del aspecto humano del drama que vivió un grupo de niños españoles en México, luego de que llegaron el 7 de junio de 1937 en calidad de exiliados durante la Guerra Civil en España. No hay que olvidar que en cualquier tipo de conflicto armado, los niños son siempre víctimas.
La gente los llamaba afectuosamente “Los Niños de Morelia” porque en esta ciudad vivieron sus primeros años.
A pesar del mito romántico que se generó en torno a la acogida que les diera el entonces presidente de México Lázaro Cárdenas –simpatizante de la izquierda y, por ende, de la Segunda República Española de corte socialista, a la que también auxiliaba enviándole víveres y material de guerra, así como apoyo diplomático–, no todo fue “miel sobre hojuelas” para aquellos niños que dejaron atrás la guerra, ya que luego fueron nuevamente víctimas, esta vez del abandono.
Los niños que perdió España
Tras los bombardeos sobre las ciudades vascas de Guernica y Durango en la primavera de 1937, el gobierno de esta comunidad hizo un llamado internacional para ayudar a los niños. En total, unos treinta mil fueron evacuados, de los cuales dos terceras partes regresaron a España, ya fuera durante la Guerra o una vez finalizada ésta.
Los niños tenían entre dos y catorce años, aunque algunos mayores falsificaron su edad para poder acompañar a sus hermanos, ya que el país de destino establecía las edades de los que quería acoger. Los países que acogieron a más niños españoles fueron Francia (17,489), Bélgica (5,130), la Unión Soviética (3,291), Reino Unido (3,826) y México (442). Suiza, Dinamarca y Holanda también acogieron a algunos. Otros países, como Suecia o Noruega, financiaron colonias para los niños en territorio francés.
Los casi 450 menores embarcaron en Burdeos en el vapor de bandera francesa Mexique. Fueron acogidos y alojados en el edificio de la escuela España-México, situada en Morelia, Michoacán. Si bien se esperaba que su retorno se produjera al cabo de unos meses, cuando finalizara la guerra civil española, la derrota republicana y el inicio de la Segunda Guerra Mundial dieron como resultado un largo exilio, que para muchos se convirtió en definitivo.
Al llegar, los niños exiliados levantaban el puño replicando lo que habían visto en casa. Pero más allá de la ideología que les fuera inoculada en su infancia, de la cruda realidad de la guerra, de la pérdida de su hogar y familia, así como del eventual abandono del Estado Mexicano que los recibió, al tiempo, la mayoría se quedó a vivir en México, formó buenas familias y fueron hombres y mujeres de bien.
Sin embargo, poco se ha reparado en que este exilio, como toda historia humana, no solo está constituido por luces, también tiene sombras.
Emeterio Payá Valera, quien fuera uno de estos niños, decidió escribir casi cincuenta años después la historia de esta avanzada del exilio español en México, apoyándose básicamente en sus recuerdos y en los de sus compañeros, en la poca bibliografía que había sobre el tema y en los documentos disponibles.
En 1985 apareció la primera edición de su libro Los niños españoles de Morelia, El exilio infantil en México. Con una emoción que solo puede transmitir quien ha vivido los hechos, la narración de Payá nos permite ver que fue una historia de solidaridad y de abandono, en la que los Niños de Morelia tienen mucho que agradecer, pero también mucho que reprochar.
Emeterio cuenta cómo en México fueron extraordinariamente bien recibidos. Una multitud emocionada se apiñó en el puerto de Veracruz para ofrecerles música, besos, abrazos y lágrimas. Durante el recorrido en tren que habría de llevarlos primero a la Capital y luego a Morelia recibieron muestras de afecto que se multiplicaron al llegar a su destino.
Durante el viaje debieron contar con el cuidado de profesores y personal español. Desafortunadamente, abundan los testimonios de que, a excepción de unos cuantos que cumplieron su misión, la mayoría se desentendió de los niños. Cómo explicarse, si no, que dos niñas “desaparecieran” durante el trayecto a Morelia.
La Secretaría de Educación Pública de México acondicionó adecuadamente la escuela de los Niños de Morelia y les destinó un presupuesto superior al que se otorgaba a escuelas parecidas. No obstante, las fotografías de la época muestran niños mal vestidos, rapados —con un pañuelo en la cabeza las niñas—, en un intento por acabar con la sarna y la tiña, que prácticamente fueron endémicas en la escuela de Morelia. Los recursos que se aportaban para la escuela no llegaban adecuadamente a sus destinatarios.
A las carencias materiales se sumó, no pocas veces, la de personal adecuado. El primer director, Lamberto Moreno, era un hispanófobo que llegó a comentar que, de ser posible, se quitaría hasta la última gota de sangre española que hubiera en sus venas. Aun el personal docente que llegó con buena disposición a hacerse cargo de los niños distaba de estar preparado para tratar a unos menores que venían marcados por la experiencia de la guerra. No pocos eran niños problema. Tanto aquellos a los que la angustia les hacía orinar en la cama, conocidos como “los meones” y tratados de forma humillante, como aquellos otros, casi siempre de los mayores del grupo, que tenían un comportamiento que rozaba lo delictivo y significaron una pesadilla para la mayoría de sus compañeros.
Por las experiencias que habían vivido formaban un grupo conflictivo. Los dos edificios de la escuela de Morelia tuvieron que ser cuidados por soldados debido a que los niños habían irritado en grado sumo a los católicos morelianos al apedrear algunas iglesias, replicando las conductas de los adultos que presenciaron durante la guerra. También la “insurrección” que organizaron contra Lamberto Moreno, después de la muerte de uno de sus compañeros que atribuyeron al profesor, estuvo inspirada en lo que habían visto hacer en España. Las fugas eran una constante.
Pero si el Gobierno mexicano, una vez pasada la euforia de la bienvenida, por las razones que fuera no logró generar un espacio adecuado para los niños, tampoco lo hicieron otros actores importantes dentro de esta historia. Uno de ellos, la antigua colonia española de México, tuvo una actitud ambigua. Y los republicanos que llegaron derrotados a México desde 1939, y contaban con importantes recursos económicos al servicio del propio exilio no se ocuparon de los niños sino hasta 1943, cuando crearon casas hogar para ellos en la Ciudad de México, parece que a petición de Lázaro Cárdenas, entonces ya ex presidente.
En 1948, cuando se declararon agotados los fondos del Gobierno republicano español en el exilio, los Niños de Morelia fueron puestos en la calle. Ciertamente, muchos de ellos ya tenían edad para sobrevivir solos, pero aquellos llegados con apenas 3 o 4 años tenían entonces solo 14 o 15. No fueron pocos los acabaron vagando en las calles por distintos lugares del país, especialmente en la Capital, donde no era infrecuente que visitaran el tribunal para menores acusados de vagancia.
Lo que más asombra es que después de las difíciles condiciones a que se vieron sometidos los Niños de Morelia, prácticamente todos ellos se convirtieron en buenos ciudadanos y padres de familia.
Cuando apareció el libro de Emeterio no fueron pocos los compañeros que reprocharon el que –diciendo la verdad– pusiera en entredicho el agradecimiento que le debían a México y a Lázaro Cárdenas. Desde luego, esta no era la intención del autor, pero sí que quería que el libro fuera una denuncia: “Si las suciedades que existen en el mundo han de corregirse alguna vez, será por la denuncia que se haga de ellas y no merced al silencio cobarde”. Y esta denuncia quizá pudiera contribuir a que la suerte de millones de niños refugiados sea mejor que la de los Niños de Morelia: “Ojalá que mi modesto trabajo sirviera alguna vez para evitar que los niños desprotegidos del mundo sean objeto de estafas, pretexto para lucros de bribones o usados como instrumento político. ¡Ojalá!”
Esta verdad convierte a los Niños de Morelia en un ejemplo de que la voluntad humana no tiene edad y es capaz de trascender el infortunio. El dolor y el trauma que trajeron de la guerra, así como el abandono que sufrieron después de ser recibidos con bombo y platillo en México, hubieran justificado que se convirtieran en individuos llenos de rencor hacia la sociedad. No fue así. La mayoría ha dejado a México un valioso legado.